Me cuesta terminar algunas cosas.
El gel de ducha, por ejemplo. O la pasta de dientes.
Necesito empezar uno nuevo antes de que se acaben. Siempre.
Es como un horror vacui, una adicción a la continuidad, pánico al instante de constatar la afirmación: “se acabó”.
Me pasa con otras cosas. 
Las tostadas del desayuno. Nunca falta ese paquete destrozado que tiene una tostada y media y un montón de migas en la mesada de la cocina.
Pero, indefectiblemente, ya tiene que haber otro abierto y ordenadito -de momento- en la mesa y al lado del café.
Lo que más me cuesta terminar son los libros.
No es que me cueste llegar al final.
Es que me angustia la última página.
Ya le había bajado el ritmo a Lucia Berlin. (sí, sin acento)
Sentí el vacío cuando, aunque parecía que faltaba más, me di cuenta de que las últimas cinco hojas eran: una en blanco, una con la fecha de impresión, otra de agradecimiento y otras dos con una biografía breve.
Qué tristeza…
Llevaba hoy tres días sin avanzar con tal de no terminar su Manual para mujeres de la limpieza.
Porque ¿cómo se vence la incertidumbre? ¿cómo saber si podré igualar esa cuota de placer con el siguiente? ¿cómo asegurarme de conseguir replicar esa adictiva sensación de sintonía, compañía, conexión?
Ya preparé un doble antídoto. Entre La Náusea y Malentendido en Moscú yo creo que Sartre y Simone de Beauvoir obrarán saludablemente en favor de mi estado emocional.
Y de paso, por unos días, los vuelvo a colocar uno al lado del otro. El orden alfabético no les hizo ese favor entre los estantes de la biblioteca.