Nicolás Copérnico, Carson McCullers, André Bretón y Constantin Brancusi celebran hoy su cumpleaños mientras asisten al funeral de Umberto Eco.
Un 19 de febrero nacían ellos. Moría él.
Esta misma tarde, en un recodo absurdo del espacio-tiempo, se ríen de sus revolucionarios puntos de vista, lejos ya de sus circunstancias, de sus congéneres, de sus paradigmas y de su tiempo. Todo se ha relativizado. El tiempo transforma sus obras y sus vidas en una especie de perspectiva hecha en carboncillo. Difusa, deformada, irregular y caprichosa.
Tanto miedo, tanto revuelo, tanta lucha y tanta oposición por la teoría heliocentrista. La revolución copernicana.
Tanta crudeza al desgajar el rol del amante y el amado, objetualizar de manera egocéntrica e inevitable toda esa bella pantomima que llamamos amor. La balada del café triste de Carson McCullers.
Tanta síntesis, tanta abstracción, tanto purismo, tanta introspección. Aún sin plumas ni patas, sin apenas cabeza. Sin pico, sin alas, sin alma, sin corazón. Esculpido en mármol un cuerpo ovoidal y esbelto sigue siendo un pájaro, frío e inmóvil. El pájaro de Brancusi.
André Bretón recita intensamente parte de su poema «No ha lugar»:
…Toma estas rosas que trepan en el pozo de los espejos
Toma los latidos de todas las pestañas
Toma hasta los hilos que sostienen los pasos de las marionetas
y de las gotas de agua
…Estoy en la ventana muy lejos de una ciudad llena de terror
Fuera unos hombres con sombrero de copa se persiguen a
intervalos regulares
Semejantes a las lluvias que amaba
Cuando hacía tan buen tiempo…

Umberto Eco les sugiere que dejen de reírse.
Les recuerda cuál es el castigo por hacer de la comedia una vía para la catarsis.
Les cuenta la historia de un libro prohibido cuyas páginas envenenaban a todo aquel que se atreviese a tocarlas.
Las risas aumentan. Se confunden el eco y la fuente.
No hay ya nada que temer.
Nada podrá callarlos.
Ya están muertos.