Reflexiono sobre lo efímero. Sobre lo pequeño. Sobre lo ínfimo.
Reflexiono sobre lo frágil. Sobre lo ligero. Sobre lo volátil.
Reflexiono sobre la finitud y la vulnerabilidad y la diminuta porción de eso que llamamos vida y hoy tenemos, pero no llegamos a capturar ni concebir.
Pienso en la conducta humana y en la necesidad desmesurada de permanecer, de existir, de primar.
Pienso en la monumentalidad, en la eternidad, en la tectónica, en la desesperada urgencia por trascender.
Veo las imágenes de las ciudades vaciadas. No están vacías, están vaciadas. Ese escenario de exterminio y de ausencia como un velo, un tapiz que esconde las vidas atrapadas, detenidas. Que asfixia y distrae los cuerpos, las almas, los deseos, los miedos, el llanto, la incertidumbre, tanto dolor contenido. Esas instantáneas silenciosas me recuerdan a las grandes obras de la historia de la humanidad. El mundo se ha vuelto una gran postal del pasado. Un pasado ficticio que es presente y se vuelve distópico, atemporal y nos espía, retenidos.
Recuerdo las tumbas del mundo antiguo. La perennidad de las pirámides.
Recorro la imponencia de los templos. La procesión lineal y majestuosa hacia un altar dedicado al mayor símbolo de la insignificancia humana: Dios. Una entidad creada que en su omnipresencia representa el enorme y desgarrador vacío que habita nuestra psiquis.
Imagino rascacielos, transbordadores espaciales, megalópolis, túneles transoceánicos, represas, murallas, iglesias, avenidas, arcos de triunfo, mezquitas, catedrales, fortalezas, palacios, estadios, misiles, monumentos.
Ojalá fuéramos tan valientes de atrevernos a vivir una vida realmente significativa, presente y relevante, de transcurrir una vida efímera.
Ojalá pudiéramos atrevernos a ser solo humanos, leves, intrascendentes.
Ojalá supiéramos simplemente amar. Y aceptar todo lo demás.
Ojalá no tuviéramos tanto miedo de no ser absolutamente nada.
Ojalá asumiéramos la muerte desde el primer instante en que nos reconocemos vivos.