«Libres son quienes crean, no quienes copian; libres son quienes piensan, no quienes obedecen. Enseñar es enseñar a dudar.» Eduardo Galeano

El 24 de enero se celebra el Día Internacional de la Educación. Y hay tantas cosas que me vienen a la mente cuando pienso en la educación. Algunas las vengo procesando desde hace semanas. Otras, se me presentan ahora sin orden ni criterio y forman ráfagas de recuerdos y sensaciones.

Cuando pienso en la palabra educación conecto con la escuela. El jardín de infantes, el olor de la plastilina, de los crayones, la suavidad fría de los bancos de fórmica de color verde rana, el té con leche que nunca me atreví a tomar. Los deberes que me ponía mamá para que hiciera por las mañanas cuando me dejaba en casa de mi abuela Luisa y se iba a trabajar. Hojas canson tamaño oficio con letras cursivas gigantes en horizontal para que repasara con lápices de colores, siguiera con un punzón o decorara con papelitos troceados de revistas. Mi mamá, Elsa Tomsic, la primera gran maestra que hubo en mi vida. La primera mujer de guardapolvo blanco que miré con orgullo y admiración. La escuela 29 de Quilmes, donde ella trabajaba. Voces, gritos, risas, pelotazos, carreras, empujones. Todo ese huracán de ruido vivo en el patio durante los recreos. Esa especie de emoción envidiosa que les tenía a sus alumnos porque ellos tenían una parte de ella que yo solo espiaba e intuía. Ellos tenían su elemento, su razón de ser. Ellos gozaban, se nutrían de su profunda vocación y de su amor por la enseñanza. Yo quería que además de mi mamá fuera también mi maestra.

Recuerdo también a algunas profesoras de la escuela secundaria que me enseñaron a dudar, a desconfiar de lo que leyera, a subjetivizar, a investigar, a analizar. Esas, que me hicieron disfrutar porque ellas disfrutaban, que me hicieron divertir porque ellas se divertían, que me hicieron apasionar porque ellas eran unas apasionadas por la biología, por la historia, por la literatura, por la geografía.

Amé profundamente mi paso por la Universidad de Buenos Aires. Subir la escalinata del Pabellón 3 de la Ciudad Universitaria era casi una experiencia mística. Las aulas taller. Los ventanales al Río de la Plata. Las teóricas de Historia Contemporánea, las clases de Filosofía, de Arquitectura Precolombina, de Psicoanálisis de la obra arquitectónica, de Teoría del habitar. Sí. Estudié arquitectura, pero lo que más vibra en mi interior cuando pienso en mi título de arquitecta es mi pasión por la historia, la filosofía, la psicología, la teoría y la crítica de la arquitectura como expresión humana, como reflejo social, histórico, contextual, ideológico, político; como huella psicológica y profunda de una sociedad, de su cultura y sus creencias y a la vez de un ego y de una herida y de una pulsión individual y humana, también fruto del propio paradigma. Y pienso y agradezco y honro y celebro haber conocido a Marta Zátonyi, haber sido su alumna, tanto dentro como fuera de la universidad; en su cátedra de Estética en la FADU y en su escuela Ethos, donde daba clases de filosofía, arte, arquitectura, urbanismo, literatura e historia de la estética.

Hace un par de semanas buscando instintivamente releer al azar algún párrafo de uno de los libros que me traje de Buenos Aires (para ser más exacta: El jardín de al lado, de José Donoso) me encontré con uno de los folletos de sus talleres de Ethos, del año 2001. Un cuadradito desplegable verde de 8 x 8 cm. Y se me despertó toda esa energía adentro, esa llama que Marta fue capaz de encender en mí. Las ganas desmedidas de analizar y relacionar y profundizar y preguntar. Siempre preguntar sobre el sentido y el significado de cualquier obra humana. Y fui a buscar en Internet, a ver qué novedades había. Y me enteré de que había fallecido.

No encontraré manera suficiente, necesaria, adecuada. No existen la medida exacta, las palabras apropiadas, la acción ni la forma de agradecer, de expresar todo lo que Marta puso delante de mí, el modo en que lo hizo y cómo eso expandió mi cabeza de una manera irreversible; cómo me conectó con una fuente de deseo dentro de mí que ni siquiera sabía que existía, una especie de hambre voraz y a la vez una pulsión instintiva y luminosa por aprender, por estudiar, por analizar, por comprender, por observar desde múltiples puntos de vista al ser humano y su obra.

Les deseo que encuentren a esa persona en algún momento de sus vidas. Les deseo profundamente que tengan delante, al menos una vez, a una de esas personas capaces de encender la llama perpetua que no escucha cómos ni levanta muros, que desoye miedos y dibuja alas y traza caminos y nos marca el rumbo y nos devuelve a la vida y nos enfrenta con nuestro motivo. Una de esas personas que no nos quieren a su imagen y semejanza, que no nos dirigen ni nos controlan, no nos adoctrinan ni nos esculpen ni nos sermonean ni nos manipulan. Esas almas tan grandes que están en su eje y no necesitan que nadie les apuntale ni les sostenga ni les confirme ni les venere. Los verdaderos educadores de vocación, esos que tienen la capacidad de confiar y de dar libertad y de simplemente ponernos un espejo delante para que podamos vernos, reconocernos y elegir nosotros mismos el camino.

Creo que, como bien dice el psicólogo y educador Francesco Tonucci, «Educar significa `traer fuera´ de cada uno de nosotros aquello para lo que nacimos» y Marta Zátony, claramente, fue una de esas personas en mi vida. Ella me hizo sentir en las entrañas algo parecido a lo que podría llamarse vocación; esa fuerza capaz de encender el `para qué´ cuando no encontramos sentido apenas a nada.

Gracias querida Marta.