Mi padre se moría al otro lado del mundo. A 10.000 kilómetros. Todo un océano de por medio.

No somos nunca conscientes del tamaño de la Tierra. No tenemos idea de lo grande que puede ser. Nos sentimos tan íntegros, importantes. Pareciera que tenemos una vida funcional y urgente, insustituible.

Pero tan grande es la Tierra, y solo nos damos cuenta cuando el instinto nos pide estar inmediatamente en un lugar que no es este. En otro universo en este mismo mundo del que nos separan varios cientos de euros que no tenemos, varios miles de kilómetros que no alcanzamos a medir, varios millones de centímetros cúbicos de agua salada y atlántica. Tanto espacio aéreo innavegable.

No se puede escapar de la muerte. No importa cuán lejos pretendamos huir. No se puede estar lo suficientemente lejos de su alcance. Siempre nos encuentra. Siempre nos acorrala. Siempre nos consigue matar.

Mi padre se moría al otro lado del mundo y todo parecía confabular. La vida se llenaba de signos. La calle de huellas. La realidad se saturaba de una humedad irrespirable que transformaba cada gota de sudor en una metáfora del océano, cada café en un pantano sin aroma, cada llamada en un sobresalto de angustia. Las noches pendulaban entre dos tiempos. No había ya horas seguras. No había ya silencios relajantes ni oscuridades somníferas. Todos los detalles y ninguno. Todas las voces y ladridos, coches y risas, motores, cantos, olores, tactos. Todos provenían del inframundo. Ya no podía huir. Ya no.

Mi padre se moría al otro lado del mundo, incapaz de resistir ya la más microscópica bacteria, cansado de lidiar ya con tanta ira sin gritar y tanta furia sin llorar. Tejidos de impotencia, ansias febriles de dejar de estar vivo y consciente y de luchar con la culpa, el dolor. Tanta frustración y tanto anhelo despedazados en trozos crudos de un pasado insoportable y un futuro imposible.

A Madrid llegaba la primera ola de calor mientras Buenos Aires se cargaba de ese aire gélido que cala hasta los huesos y no hay con qué abrigar. De pronto, el apagón. No había querido hacer demasiado caso a las señales. No quería caer presa del pensamiento mágico ni asumir que era tan egocéntrica como para suponer que todo me estaba pasando a mí. Aunque lo sospechaba.

Ya se había muerto el ficus. Falta de agua, pensé. Se había roto la nevera. Después de 17 madrugadas de sacudirse cada vez que arrancaba. Ya no volvió a enfriar nunca más nada. El coche no arrancó esa mañana. Ni siquiera hizo el mínimo intento. El ordenador se apagó en mitad de la entrega. El televisor se reiniciaba todo el tiempo. La pantalla incorruptiblemente negra. Y se apagó todo. De repente. Todo. Los faroles de la calle. Las luces de los coches. Tanteé el móvil en la oscuridad encima de la mesa, pero no se encendió. No podía entender. No solo se había ido la red, parecía un fallo electromagnético. No funcionaban ni las baterías, ni las luces de emergencia. Salí al balcón. Se habían apagado los motores de los vehículos. Los conductores salían lentamente y sin quejarse. Paralizados y perplejos. Había un silencio inédito. Los vecinos miraban la escena desde sus terrazas y ventanas, sin emitir palabra.

Caminé instintivamente hasta la habitación. Las ventanas estaban abiertas, pero apenas corría el aire. Las cortinas inmóviles. Me desnudé. Me acosté sobre la cama sin tender, esperando desconectarme, reiniciarme, despertar de algún modo de esa pesadilla. Con los ojos cerrados pensé en mi padre. Empecé a imaginar, como otras veces, que estaba en su cama. La cama de mi padre en la casa de la abuela Luisa. Intentaba recrear la posición de la puerta, de la ventana; imaginar lo que vería si abriera los ojos y estuviera realmente ahí. El escritorio. La biblioteca. El armario. Casi empecé a oler la cera del parqué. No me atreví a mover las manos por miedo a encontrarme el acolchado de lana, el alisado de la pared, el antiguo interruptor ranurado de vaquelita.

Empecé a sentir frío, mucho frío. Una corriente de aire helado me secaba el sudor. No llegaba a saber si estaba soñando o si había vuelto la electricidad y se había encendido el aire acondicionado. Abrí los ojos y no vi nada. No vi la ventana. Ni la cortina. No encontré la puerta ni la pared. No pude mover la cabeza, solo los ojos en medio de la absoluta oscuridad de esa extraña noche silenciosa. Noté un leve zumbido. La corriente de aire se hizo notable otra vez. En medio de la oscuridad llegué a percibir la luz de encendido del equipo de aerotermia ¿había vuelto la energía? ¿dónde estaba?

El lugar se me hacía muy extraño. Oí un acento familiar pero lejano, ajeno, casi olvidado. Empecé a ver algo borroso: el rostro de una mujer desconocida.

-¿Cómo se despertó hoy, señor? En un rato pasará el doctor a verle. Le dejo acá la bandeja del desayuno y las pastillas. No se las vaya a olvidar ¿eh? Hoy lo veo muy bien. Parece que hubiera rejuvenecido esta noche.

La mujer se alejó.

Estoy en la clínica donde ingresaron a papá. En su habitación. En su cama. En su cuerpo. Las absurdas coincidencias de esta madrugada me llenaron de estupor.

Mi padre no se moría al otro lado del mundo.

En esta noche silenciosa, no sé de qué manera, le había salvado la vida.