La historia de mi vida tiene múltiples maneras de ser contada. Hay veces que me pregunto si todas las maneras están ya guardadas en compartimentos dentro de mi cerebro. Si existen. O si simplemente están los hechos inconexos en espacios aislados y soy yo la que construye las relaciones y las organiza de una forma u otra dependiendo del punto de vista, del estado anímico, del recuerdo que los invoca cada vez. En ese sentido, esta historia puede ser esta historia y puede ser múltiples otras, dependiendo de cómo lo enfoque esta vez y la combinación entre las veces siguientes en las que me sentaré a escribir, y así hasta el final. Múltiples puntos de vista interconectados a múltiples estados anímicos extraídos del subconsciente a través de múltiples disparadores de recuerdos asociados.

Podría abrir el placard y narrar la historia de mi vida. Saltar de una prenda a otra contando la historia impregnada en cada una. Ordenarla según usos cronológicos, colores, antigüedad, ocasión, primer o último recuerdo asociado, personas que se quedaron adheridas a la fibra textil, perfumes usados y sus finalidades, secretos que en su condición de objetos no confesarán.

Podría abrir el cubo de reciclar el papel y cartón y recorrer con detalle el último mes y medio de indagaciones filosóficas escondidas detrás de lo que a simple vista parecerían ser inofensivos cartones de leche omega 3, papeles de regalo, tickets de la compra y cajas de Marlboro.

Pero voy a elegir la biblioteca. Recuerdo perfectamente el día en que decidí vaciar todos los estantes para volver a elegir en qué lugar colocaría cada libro. Cuáles irían a parar a una caja en los espacios de abajo y cómo estarían agrupados los demás. Recuerdo que estaba tan perdida, tan lejos de mi misma. Tan abrumada por la maternidad que no conseguía llevar a cabo como hubiera esperado, por el trabajo que no alcanzaba, que tampoco me llenaba, que me asfixiaba, aunque fuera insuficiente; por el dinero que había que seguir ganando a pesar de la crisis, que había que seguir ingresando en la cuenta que se vaciaba mes a mes con total naturalidad y sin el menor remordimiento por el daño emocional y psicológico que eso pudiera causarnos. Estaba tan destrozada por mi hermana. Cómo podía haber dicho tantas cosas. Cómo podía haber decidido que no quería saber más nada de nosotros. Ella, que se había propuesto matarnos a todos, eliminarnos de su vida, aunque al parecer seguíamos respirando, seguíamos teniendo que criar a nuestros hijos y pagar las cuentas y hacer compras y comer y dormir y llorar y reír, aunque ella hubiera decidido que estábamos todos muertos.

Recuerdo que vacié completamente la biblioteca. El suelo del salón no pudo ocuparse por varios días. Ni la mesa del comedor, ni el sofá, ni las sillas. Tuvimos que comer en un rincón de uno por uno en el que todavía parecían caber cuatro platos, cuatro vasos y una jarra de agua.

Lo que me dije a mi misma es que yo no era solo una madre agotada. Yo no era solo una arquitecta sin trabajo. Yo no era solo una esposa sin deseo. Yo no era solo una hermana a quien habían decidido enterrar viva. Yo era más que eso. Mis libros estaban ahí para confirmarlo. Mis libros me iban a recordar quién era. Quién era una vez que soltara todos los putos roles y ya no quedara más que yo misma. Sin ningún cartel. Sin ningún mandato. Sin expectativas. Sin dolor ni pena por mí misma. Sin cansancio. Sin vacío. Yo era mucho más, y todas las almas que me hablaban desde el silencio de las pequeñas letras negras sobre fondo blanco, desde sus tumbas, desde otros vacíos dentro de este mundo, desde otros tiempos; todos me iban a ayudar a recordar quién era yo en realidad.