Este verano descubrí el placer de observar a las aves.
Vivo en Aranjuez desde 2006, hace casi 20 años, pero nunca antes había prestado atención a la belleza y diversidad de aves que me rodean, que residen en los márgenes del Tajo o que pasan acá el verano para migrar en otoño hacia climas más cálidos.
No tenía la menor idea de que había vivido completamente ajena a una realidad tan maravillosa y a mi alcance. Tan solo necesité volverme capaz de ver y de observar; de oír y de escuchar. De poner atención, con respeto y paciencia.
Creo que es uno de los mayores y más valiosos aprendizajes que he adquirido últimamente. Unido al regalo de emocionarme al reconocer el llamado de un águila o de, en medio de lo que a simple vista parecía un cielo inmaculadamente azul, descubrir a través de los prismáticos acercarse una enorme bandada de cigüeñas blancas.


Como vivo en primera, segunda y tercera persona del singular y del plural la realidad asociada a las altas capacidades y la alta sensibilidad me es bastante difícil (por no decir totalmente imposible) no realizar conexiones entre las cosas que observo y ramificar esas conexiones hasta el infinito. No es la primera vez que, al descubrir alguna maravilla cautivadora del comportamiento animal, acabo pensando en las personas y en la conducta humana.
Recuerdo el día que escuché a una bióloga marina hablar sobre distintos microorganismos que vivían en un arrecife de coral del Pacífico colombiano y no pude evitar preguntarme ¿por qué podemos observar, describir y estudiar con rigor y respeto el comportamiento de esos pequeños organismos de la fauna marina pero, sin embargo, tenemos por costumbre juzgar y pretender corregir el comportamiento humano, en lugar de intentar comprender, explicar, respetar y aceptar? ¿por qué nos cuesta tanto concienciarnos y sensibilizarnos acerca de nuestra propia fragilidad, nuestra necesidad de refugio, de amparo, de un hábitat seguro, de un hogar, de un clan? ¿por qué podemos aceptar que otros organismos vivos desarrollen habilidades, transformaciones, mecanismos de autodefensa, protección y preservación -tanto en condiciones normales como adversas- pero seguimos juzgándonos por nuestros propios mecanismos, conductas, comportamientos, inercias, métodos para la supervivencia, no solo en lo que se refiere a lo físico sino, principalmente, en el terreno psicológico y emocional? Pretendemos, con insistencia, encauzar, modelar, corregir, adoctrinar, mejorar, reeducar la conducta y la psiquis. Me pareció inevitable hacerme esas preguntas, por muy absurdas que me parecieran. No llegué a respondérmelas nunca.
Ahora mismo, observando a las aves, me escucho preguntarme ¿por qué si no se nos ocurriría criar, alimentar, cuidar o esperar determinados comportamientos en aves de diferentes especies, seguimos pretendiendo que todos los niños aprendan, se desarrollen y se comporten de la misma manera? ¿no nos parecería totalmente absurdo, negligente y ejemplo de una ignorancia desconcertante querer alimentar a un águila igual que a un ruiseñor? ¿pretender que una cigüeña vuele, cace y se comporte como una golondrina? ¿esperar que una garza tenga los mismos hábitos que una urraca?


Un herrerillo no es un gorrión con necesidades específicas de apoyo educativo. Un colibrí no es un ruiseñor con hiperactividad. Ni un mirlo es un cuervo con déficit de atención. Cada uno tiene comportamientos y necesidades diferentes. Ninguno es mejor ni peor que el otro. Son bellos, únicos y completos en su singularidad. No hace falta colgarles ninguna etiqueta que describa cómo y de qué manera se distancian de un estándar definido para el término genérico: ‘ave’.
Lo que muchas veces hace el sistema educativo, esta sociedad y el paradigma en el que vivimos es comparar con la media y describir como una rareza (e incluso como una patología) todo lo que se aleja y se aplana hacia la izquierda o la derecha de la zona central de la campana de Gauss.
Haciendo esta media en las aves, cualquier espécimen demasiado lento o pequeño, o extremadamente grande y veloz quedaría excluido de la norma y, en consecuencia, sería percibido como ‘rara avis’ entre los grupos de las aves estándar, más numerosas, abundantes o conocidas, y señalado como un individuo al que hay que corregir, amoldar o adaptar.
¿A qué si pensamos en las aves nos parece un despropósito? Recuerdo que el cuento del Patito Feo muchas veces se utiliza para explicar las altas capacidades. Cuando -de más está decir- todos sabemos que un cisne no es un pato torpe, larguirucho, deficiente y feo.


El problema radica en que tomamos un parámetro estadístico y ese es nuestro punto de referencia. Medimos, observamos, comprendemos y atendemos de manera equivocada a las personas según cómo y cuánto se parezcan o difieran de la norma.
La realidad es más simple y contundente que eso. Las personas con altas capacidades y alta sensibilidad piensan y sienten y aprenden y procesan y experimentan y necesitan y funcionan y desean y sufren y gozan y observan y oyen y se mueven y sueñan y trabajan y aman y padecen y disfrutan y crean y descubren y planifican y exploran y temen y anhelan y analizan de otra manera.
Son personas que VIVEN de manera diferente.
Necesitan ser comprendidas, aceptadas y acompañadas con el único propósito de que consigan ser quiénes son.
No necesitan ser corregidas. No necesitan amoldarse.
Necesitan, simplemente, poder desplegar sus alas -sean del tamaño, color y plumaje que sean- y echar a volar, sin etiquetas ni comparaciones.
Sin límites.

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