Una reflexión sobre el viaje para un emigrado no es cosa menor.
El viaje siempre es una ruta personal, inevitablemente. Incluso en aquellos casos en que creemos que nos escapamos de nosotros mismos, de nuestra vida, de los roles, y nos dejamos atrás; siempre nos enfrentamos a lo que somos y a lo que no somos, a lo que anhelamos, a lo que nos falta, a nuestra verdad, a nuestro vacío, a nuestro miedo, obligados como estamos a ver el mundo desde nuestros ojos, a transitarlo sobre nuestros pies, a asignar significados siempre desde nuestro propio bagaje interior.
Nunca me gustó la palabra inmigrante. El sufijo parece que nos dejara inconclusos. Pareciera que nunca termináramos de llegar. No somos inmigrados. Emigrados sí. Que nos fuimos sí que está claro. Eso no lo podemos olvidar. Eso nos define ¿Pero llegar? Somos inmigrantes, y eso nos coloca en el lugar de quien hace algo que continuará haciendo toda su vida. Y ese algo ¿qué es? ¿qué es lo que no alcanzamos a concluir? Alcanzamos a irnos, pero no alcanzamos a llegar. No terminamos de ser, ni de hacer. No estamos completos. Estamos en proceso. Un proceso de adaptarse y de añorar y de no saber, que nunca se acaba.
El viaje que se emprende buscando una nueva vida, huyendo de unas circunstancias que ni elegimos ni deseamos ni queremos aceptar, es tal vez la ruta personal por definición. Es esa ruta en la que creemos que buscamos un trabajo, un lugar, un sentido, un rumbo, y sin darnos cuenta solo nos buscábamos, sin encontrarnos, a nosotros mismos. Creíamos que lo que nos faltaba era algo que vendría de afuera. De un nuevo afuera mejor que el anterior, que nos completara al fin. Pero nos equivocábamos. Ese vacío era absolutamente nuestro. No había ningún trabajo, lugar o actividad, ningún aquí y ningún ahora que pudiera tener algún sentido si no descubríamos que el verdadero viaje no era hacia fuera sino hacia adentro. Y que no hacía falta renovarlo todo a nuestro alrededor, sino adentro. Y que no era, al fin y al cabo, tan distinto el balance de pérdidas y hallazgos después de tantísimos kilómetros de silencio y soledad, de dolor y desamparo, de ilusión y decepción, de esperanza y desasosiego.
Hay veces que se puede atravesar un océano y llamarlo el gran viaje de nuestras vidas, para finalmente descubrir que el más riesgoso y el más cargado de obstáculos, ese viaje inacabado que no pareciera tener una meta nítida y alcanzable, es nuestra ruta personal, nuestro propio camino interior.

Artículo publicado en el nº27 de la revista Hispania Nostra