Mi infancia habita en Bernal.
Mi infancia y toda una parte de mí que está inevitablemente aferrada a los olores, a los sabores, a los sonidos, a las texturas, a las ausencias, a los recuerdos de Labardén 180.
Mi infancia vive, respira, corre, llora y se aterroriza en la casa de mis abuelos.
Una casa donde ellos ya no están, una casa que ya no es nuestra, en un país donde ya no vivo, en un tiempo que ya no es ahora ni volverá a ser.
Si recobro el valor de transitar los recuerdos oigo mis pasos susurrar sobre el parqué encerado levitando casi sobre los patines de lana. Y me paralizo porque suena el cucú, y chirría el mecanismo y se esconde el pequeño pájaro con un portazo seco de madera.
Luisa canta en croata en la cocina. La mesada llena de ñoquis de papa y tuco burbujeando en islotes oscuros de aceite dulce a baño María.
La pieza de tío Juan. Juan que se fue. Juan que tuvo que alejarse varios miles de kilómetros de esta casa en la que uno no puede más que ser su infancia. La habitación intacta a la que podría regresar el ingeniero emigrado, padre y marido si quisiera alguna vez volver a ser niño. Su refugio de pasado y de cobijo y de juventud donde encontrar sus libros de matemáticas y de la Antártida y sus monedas y estampillas, como si entre los preciados objetos estuviera la metáfora y la profecía de quién estudia para explorar y ganarse el mundo más allá de las rejas verdes y del jazmín, del rosal y del limonero. Más allá de las bolsas de cal y del néctar de los nomeolvides.
La casa de Bernal donde imagino que duermo la siesta. El cuerpo lleno de sol en líneas punteadas a través de la persiana, y de reflejos hipnóticos de cortinas de crochet. Los oídos llenos de cigarras y del canto enjaulado de Caruso y del ladrido cansado de Ari del otro lado de la medianera. Y el olor del strudel que se enfría entre el repasador y la mesada, y la colonia Fulton de lavanda entre los ochos de tu pulóver verde donde imagino que me acurruco cuando el mundo se me queda demasiado grande.