Esta mañana era una mañana de viernes.
Viernes 13 de septiembre, para ser más exactos.
Esta semana empezaron las clases y hoy recordé fugazmente que el día que rellené los papeles de la matrícula de Fran a finales de junio había un papel pegado en la puerta del aula donde me firmaron y sellaron la solicitud que ponía: Programa Accede. Recogida de libros de préstamo de 2º de ESO. 13 de septiembre.
Esta semana le pedí a Fran tres veces que no se olvidara de preguntar cuándo y dónde se recogían los libros. Y tres veces le pregunté también si se había acordado de preguntar. Y tres veces me respondió que se había olvidado. Así que esta mañana mi memoria visual vino fugazmente al rescate y me entró el pánico ¿Y si hoy es el primero, el último y el único día para recoger los libros de préstamo de 8:30 a 9:45?¿Y si por no haber ido hoy (que era el primero, el último y el único día para retirar los libros) me quedo sin libros, se queda sin libros, tenemos que comprar los libros, están agotados los libros, se tira 3 meses sin libros? Horror. Pánico.
Empecé a buscar desesperadamente (eran ya las 9:38) si tenía algún resguardo, papelito, fotocopia, volante, folio sellado, firmado, imprescindible, obligatorio, indestructible, necesario, vital para poder recoger los libros de préstamo y evitar la catástrofe.
Revisé siete veces las pilas de papeles que tengo en la oficina, en la habitación, en el escritorio, en el suelo, en las cajas de la biblioteca. Siete veces constaté que no tenía ningún resguardo firmado, sellado e insustituible y empecé a subir el volumen a esa voz en mi cabeza que me decía…¿Te das cuenta? Sos un desastre. Una irresponsable. La peor entre todas las malas madres del mundo ¿Dónde tenés la cabeza? Tu hijo se va a quedar sin libros o tendrás que comprarlos todos y tal vez haya algunos descatalogados, sin stock, imposibles de conseguir, todos carísimos, con entrega dentro de 3 meses y todo por tu perpetua incapacidad para hacer las cosas de manera mínimamente aceptable. Claro, perdiste el papelito. Ni siquiera sabés si tenías que ir hoy. Ni educaste a tu hijo para que aprenda él mismo a resolver sus problemas y a ser un niño responsable y pendiente de sus cosas.
Sos un desastre, Carolina querida. No tenés perdón ni solución.
Me decidí a ir de todos modos. Al menos para enterarme que el día y la hora se habían pasado. Que los libros se habían acabado. O que no había pasado ni el día ni la hora y había libros pero no podría recogerlos bajo ninguna circunstancia sin el resguardo. Me imaginé que para enterarme de eso tal vez tuviera que hacer una cola de dos horas, esperando afuera, a la intemperie, bajo esa llovizna amenazante y encontrándome con un montón de personas conocidas que no solo verían mis ojeras y pensarían ¡qué desmejorada está esta chica después del verano! sino a las que no podría evitar comentar mi preocupación y mi descuido que nutrirían aún más esa patética imagen que se llevarían de mi. Posteriormente, y para sobrevivir a semejante espera, pensé que sería bueno llevarme un libro, para no morir de ansiedad y aburrimiento y para refugiarme también de todas las posibles interacciones que pudiesen ocurrir y que evitaría sumida en la lectura.
Elegir el libro no fue fácil. Quería llevarme a David Foster Wallace, pero como estoy teniendo una tendencia al bajón estos últimos días preferí otra compañía. Kundera no. McCullers no. Yourcenar no. Clarice. Que me acompañe Clarice. La pasión según GH. Qué verguenza. La pasión…
Por favor, Carolina. Basta ya. Que son las 9:50 y no habrá Clarice ni pasión que te salven.
Bajé al parking. Abrí el coche. El portón…y pensé ¿Cómo van a saber que soy yo, la madre de Fran? No tengo el resguardo. Al menos debería llevar su pasaporte. Sí. Es una buena idea. Podría decir que me robaron papeles de un bolso a finales de junio. Pero claro, para eso debería llevar una denuncia policial con un listado de cosas perdidas entre las que figurase el resguardo del programa de préstamo de libros. Subí a casa agarrando muy fuerte la llave del coche con una mano y la de casa con la otra, con mucho miedo de que se me cayera alguna de las dos en el hueco del ascensor.
Abrí. Busqué el pasaporte de Fran. Volví a bajar. Subí al coche. Me dirigí al Alpajés temiendo atropellar a alguien o que me chocara algún distraído. Voy sin ITV. No me cubriría el seguro. Temí ser yo misma esa persona absorta y distraída que cometiera una imprudencia o provocara un accidente. Llegué al instituto. Aparqué. Me pregunté cuatro veces si se podía aparcar ahí. Me respondí que sí.Toqué timbre en la puerta del Alpajés. No había nadie en la puerta. No había cola. No había padres afuera ni adentro.
Pensé: claro, lógico ¿A quién más se le ocurre venir hoy, el último día, cuando ya se pasó la hora de recogida? Solamente a mí…
Entré. Me crucé con una madre conocida que venía con libros en la mano. Me preguntó con una sonrisa ¿Qué tal estás? ¿Qué tal todo? Y como yo me dirigía dubitativa a la ventanilla de la entrada me señaló el pasillo de la cafetería: los libros los están entregando en la biblioteca. Apareció el director. Me saludó cordialmente. Me dirigí al pasillo. Entré en la biblioteca. No había nadie delante. Había tres personas atendiendo. Y muchos libros. No me pidieron ningún resguardo. Solo el nombre y apellidos de mi hijo. Me dieron una hojita para rellenar y firmar. Me entregaron una pila de libros. Se disculparon porque faltaba el de geografía, pero creían que llegarían más en los próximos días, y prometieron entregárselo en cuanto hubieran unidades. Me sonrieron. Me dieron los buenos días. Me dijeron: Buen fin de semana.
Salí de la biblioteca con los libros en la mano. Cuando llegué a la puerta de calle se abrió sola, no me hizo falta darle al timbre para que me abrieran. Me di la vuelta. La señora de la ventanilla de la entrada me miraba sonriente. Salí a la acera.
No se puede vivir así.
Veintisiete minutos después de salir de casa ya estaba de nuevo entrando por la puerta, quitándome los zapatos, guardando el pasaporte de Fran en la caja de los documentos, apoyando los libros encima de la mesa del comedor.
No los merecés.
Sos un desastre, Carolina querida ¿Te das cuenta? No tenés perdón ni solución.