Otra vez había llegado el domingo. Odiaba que los domingos fueran deprimentes. Era tan colectiva esa sensación que detestaba sentirlo así, porque él se creía diferente del resto de la humanidad. Si iba a ser igual al resto de los mortales, hubiera preferido serlo en otras cuestiones que al menos le hicieran más digerible el día a día. Hubiese querido tener la capacidad de adaptarse a las rutinas, a hacer de lunes a viernes las mismas cosas, a la misma hora, sin que eso significara un replanteo constante del sentido de la vida. Quisiera haber aceptado su destino, su ciudad, su familia, como algo casi congénito, sin tener que estar intentando redefinir su identidad en medio de tribulaciones ontológicas constantes. Odiar los domingos no tenía ningún beneficio. Hacía que su existencia fuera todavía un poco más tediosa una vez a la semana.

 

Era un hombre sensible, con tendencia a la introspección; una de esas personas que parecen estar solas, aunque consigan por un rato ser el eje de la tertulia. Vivía en Ámsterdam desde hacía tres años y medio; estaba a cargo de la reorganización de la obra de Mondrian para la reforma del Stedelijk Museum.

 

Ese domingo no tenía ganas de visitar otra vez el mercado de flores, ni de comer una ensalada de salmón ahumado en el Waag, ni de pararse frente a los cuervos en el trigal de Van Gogh, aunque esa opción solía hacerle sentir vivo, le hacía imaginar que sus arterias no eran líneas rectas, sino cargadas de óleo rojo, azul, eróticamente sinuosas, palpitantes

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Se perdió por los canales del barrio antiguo, sin saber bien qué lo guiaba o hacia dónde.

Contó uno, dos, tres bolardos pintados de rojo, dejó pasar una bicicleta, cruzó el puente a la carrera, rozó con el índice el muro sur de la iglesia vieja y se paró frente a una puerta escaparate. Un tubo de luz roja a la derecha del cristal, una cortinilla blanca medio cerrada. Subió la mirada por una pierna desnuda de mujer, evitó nervioso el torso y clavó directamente los ojos en sus pupilas. Ella cerró lentamente los ojos de pestañas cargadas de rímel. Él sintió que le caminaban cientos de hormigas por el pecho y se le cerraba un dique en la garganta. Retiró la vista como quién se pierde distraído en sus pensamientos y aceleró el paso confundiéndose entre la gente camino del Dam.

 

Esa noche dibujó entre las sábanas el cuerpo de ella. Cerraba los párpados y veía, como una imagen que el sol ha impreso en la retina, un cuarto rojo, azul, y entre aristas rectas sobre fondo gris, sus ojos azules, el orificio nasal, tan diminuto, los pendientes de piedras canela, el bucle desarreglado detrás de la oreja.

 

Volvió a ser domingo. Por primera vez agradecía al calendario que hubiese avanzado hasta el final del renglón de la semana. Se vistió apurado, montó en la bicicleta y cruzó los siete canales hasta llegar al sur de la calle Damstraat. Encadenó la bici al primer bolardo que encontró pintado de rojo en esa acera, tropezó con dos transeúntes, un perro, tres escalones de piedra, una farola pintada de azul y se detuvo. La puerta negra de picaporte despintado, la junta del cristal reflejando tímidamente la luz roja de neón, la cortinilla de tela medio abierta.

La mano de ella abandonó en cigarrillo frente al lavabo, y abrió la puerta.

 

-¿Cómo te llamas?

-¿Y tú?

-¿Cómo quieres que me llame?

-Como cuando eras una niña.

Anna se mordió el labio inferior mientras le miraba la boca. Se dio media vuelta y cogió el cigarrillo.

-¿Vas a entrar?

-Sólo quiero que hablemos. No sé si existe una tarifa para eso.

 

Ella cerró la puerta y la cortinilla. Lo tomó de las manos y lo sentó en el sofá. Se arrodilló frente a él, apoyando el mentón en sus rodillas y los senos en el hueco de sus piernas. Le miró como cuando era niña. Nicolás tenía una bandada de palomas revoloteando en el tórax, apenas podía pensar y sentía una brisa de fuego trepando por las piernas. Anna se incorporó suavemente y se pegó contra el cuerpo de él. El pubis apretando su entrepierna, el cuello y el pelo rozándole la cara. Nicolás respiró hondo, guardándose un sorbo de su olor. Hash, champú de hierbas, Opium, agua de azahar. Cerró los ojos y tragó saliva, la cogió de los hombros y se levantó; deslizó sus manos hasta la cintura, se dio la vuelta hasta la puerta y tomó cincuenta euros del bolsillo trasero. Los dejó sobre el lavabo y se fue.

 

Domingo otra vez. Primer domingo de primavera. Olía a ozono. La lluvia acababa de mojar las aceras y empezaba a evaporarse. Nicolás se duchó, buscó la camisa verde oliva, se la puso cuidadosamente, acomodando el cuello. Antes de abotonarla se echó perfume en la nuez de Adán, en el pecho, encima del ombligo. Se bajó del taxi en Oude Kerk. Rozó con el dedo índice el muro sur de la iglesia. El corazón se le escapaba del cuerpo, podía sentir como le fluía la sangre por las venas. La mente se le disgregaba en cientos de fugaces imágenes de sus cuerpos fundidos en una marea de sudor y excitación. Giró en la esquina y se paró frente a la puerta escaparate. Un tubo de luz roja encendido a la derecha del cristal, el picaporte de la puerta despintado. La cortinilla estaba cerrada.

 

Se tropezó con un hombre, una niña y un bolardo pintado de azul. Se escondió entre la gente de los puestos de regalos, entre zuecos y tulipanes. Se dejó caer en un banco al borde del canal y lloró. Era una de esas personas que no son como el resto de la humanidad. Hubiera querido compartir con el género humano alguna otra cualidad que no fuera la de odiar los domingos. Hubiera querido saber que ella no era suya, no era Anna, no existía, cada domingo, sólo para él.

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