Caminaba descalzo por la orilla, los pantalones arremangados. Se dejaba llevar por el borde sinuoso que dibujaban las olas al retirarse, dejando su caricia efímera en la arena. Pensaba en Laura, mientras el viento le azotaba la cara. Pensaba en la despedida. No terminaba de estar seguro de que ella entendiera sus ritos, sus necesidades. Añoraba un poco los momentos en que sus pensamientos no tenían ningún lastre, pero a la vez estaba inmensamente feliz de amarla, y de extrañarla tanto. Estaba acostumbrado a convivir con sentimientos antagónicos. Su mente funcionaba como un péndulo; pasaba de un estado al opuesto con total naturalidad y con absoluta convicción tanto del blanco como del negro, sin grises. Luego pasaban temporadas en que se volvía menos extremista, en que el péndulo parecía ir y volver dentro de un campo reducido de movimiento.

 

Abrió lentamente el pequeño perfumero de vidrio que había conseguido en el rastrillo esa mañana y dejó que el aire penetrara. Ese aire marino que lo primero que logró fue desalojar violentamente al anterior, quién sabe proveniente de qué lugar. Probablemente aire de la sucia despensa del viejo de barba cana y piel curtida que le había vendido el diminuto y antiguo frasco, que a Ian le pareció inmediatamente perfecto.

 

Había comenzado su colección hacía cuatro años ya. Miraba el atardecer desde una de las pocas terrazas de Estambul que ofrecían un ambiente tranquilo y una vista deslumbrante de Santa Sofía y la Mezquita Azul. Empezaba tímidamente a llover, caían algunas gotas desordenadas, y el sol parecía una mancha naranja, borroneada entre esas nubes cargadas a punto de rebalsar. Las pequeñas farolas de la calle y demás terrazas empezaban a encenderse, al igual que las luces de los minaretes. Y daban las 6, el momento de las oraciones. El aire se volvía sagrado, cobraba peso, emotividad, se volvía tan rico que era difícil respirarlo sin sobrecogerse.

 

Allí, en ese instante, sintió por primera vez una necesidad desesperada de atesorar ese momento. No le valía tomar una fotografía, apuntar en su cuaderno de notas lo que sentía, lo que veía, capturar con la cámara unos minutos de ese atardecer. Lo más genuino era recordar con todos los sentidos ese instante, y guardar ese aire sublime que lo había emocionado, y quería que fuera suyo para siempre.

 

En el Gran Bazar, a la mañana siguiente, encontró una tienda de botellas y frascos antiguos, y quedó fascinado con uno labrado con inscripciones en la base. El tapón era de vidrio azul; el recipiente, transparente. Lo compró después de regatear unos minutos, más por no sentirse timado que por pagar menos por la compra. Hubiera sido capaz de pagar el triple de lo que le pedían con tal de sentirlo suyo.

 

Fue esa misma tarde a la terraza del Holiday Inn, la más alta de todas. Pidió una Efes y se acomodó en la silla, agradecido porque la tarde volvía a estar nublada y húmeda. Eran las 17:53.

 

***

 

Ya era la quinta vez que lo leía. Nunca antes le había pasado con una novela. Con cada relectura encontraba algún párrafo que le parecía no haber leído nunca, y que le maravillaba. Se sorprendía de haber podido pasar sus ojos sobre esas palabras y no haber oído una campanita en la cabeza. Era uno de esos libros que nunca terminan de decir todo lo que tienen que decir. O por lo menos para ella lo era. Con cada relectura encontraba algún pasaje que la trasladaba a un lugar donde se detenían el tiempo y el espacio. Y buscaba algún objeto pequeño y chato que tuviera a mano para transformarlo inmediatamente en señalador. Cambiaba el destino de algún ticket de metro o sobre de azúcar vacío en el de guardián eterno de su nuevo descubrimiento.

 

Sofía Parisi. Su nombre le parecía tan fácil de pronunciar. No podía entender por qué tenía que terminar deletreando el apellido, recordando que llevaba una i latina al final para evitar que escribieran Paris, y hartándose de responder que tenía solamente un apellido, y que eso no significaba que no tuviera una madre. Esperaba sentada sobre una de sus rodillas delante de la puerta B26 del aeropuerto Eleftherios Venizelos de Atenas el embarque de su vuelo a Madrid. Empezaba a sentir esos odiosos nervios de domingo por la tarde, recordando que tenía que terminar de preparar el presupuesto que Eduardo le iba a pedir a primera hora de la mañana, y preparándose psicológicamente para llamar a Javier y pedirle perdón por haber desaparecido la última semana. Odiaba dar explicaciones, pero a la vez no sabía dejar las cosas en suspenso, entregarlas al azar. No creía en el destino, y sentía la necesidad de tener todo bajo control y no tener que arrepentirse de que las cosas tomaran un rumbo que ella no fuera capaz de soportar. Lamentarse por no haber tomado la decisión a tiempo.

 

***

 

El vuelo de Thira a Atenas lo había dejado en el aeropuerto con el tiempo justo para tomar un café y hacer el check-in para el vuelo de regreso. Esperaba junto a la puerta de embarque mientras llamaba insistentemente a Laura al móvil para avisarle que salía a horario y planear qué harían esa noche, decirle que la había extrañado y dejarla ansiosa por saber de qué se trataba el regalo especial que tenía para ella. Jugaba con el frasquito entre las manos mientras oía por vigesimoquinta vez un aviso automático de que el móvil solicitado se encontraba apagado o fuera de cobertura. Miraba de reojo el libro que leía la chica del asiento justo enfrente, intentando descifrar cuál era. No llegaba a ver el autor, pero le parecía que el título terminaba en Nigrum. Opus Nigrum. Marguerite Yourcenar. Ella cerraba el libro y se levantaba para embarcar. Ian miraba el monitor. Vuelo con destino a Madrid embarcando por puerta B26. Pero él no iba a Madrid. Se había confundido de puerta. Se levantó desesperado ¿Qué puerta era la suya? no era la B26 ¿Para qué se habría entretenido llamando a Laura si tenía el móvil apagado? Se odiaba por ser tan obsesivo, como cuando buscaba las llaves siete veces en el bolsillo de la chaqueta si faltaban dos calles para llegar al departamento, sabiendo que estaban ahí. Había algunos actos que no podía dejar de repetir, aunque quisiera, y que por momentos lo hacían sentir especial, pero en otras ocasiones, como esta, lo llenaban de ansiedad y lo hacían verse a si mismo como un imbécil.

 

Juntos, en el fondo de la bolsa negra del carro de la limpieza, se encontraban un sobre de azúcar de la Psara Taverna y un pequeño frasco vacío con tapón de vidrio azul. No pudieron decirse que habían roto su destino. No pudieron contarse que había algo que debían hacer pero que ya no tenía sentido.

Brisa húmeda de mar, canto de gaviotas, tarde de invierno, 17:42, Santorini.

Y ese párrafo que describía como ninguno esa magia que tiene el tomar conciencia de que el volumen de aire que en un instante es respirado en una latitud, unas horas después atraviesa otro rincón de la tierra en su incesante movimiento. Esa emoción de saber que quizás el aire que acababa de acariciar su mejilla había estado oyendo los susurros del viento de algún rincón perdido que ella no llegaría a conocer.

 

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