La magnitud de la capacidad de idealización es directamente proporcional al tamaño del dolor, a la profundidad del vacío, a la medida de la desesperación.

Esa facilidad abominable y ridícula para creer, para confiar, para soñar, para construir, para idealizar.

Esa sensación de alegría desbordante. La mística ilusión. La mágica fantasía que nos eleva, nos aligera, nos alza, nos inocula una sobredosis de falsa plenitud es tanto más nítida y rebosante cuanto mayor es la tristeza a contrarrestar.

Así como hace falta quemar mucho incienso para tapar el olor a tabaco, y poner mucho suavizante y perfume y desodorante para tapar el sudor ácido impregnado en las axilas de las camisas, y echar mucho ambientador para tapar el olor a mierda.

Por eso, por todo lo anterior, es muy recomendable mantener las habitaciones ventiladas, la ropa aseada y los baños limpios.

Y el corazón entero. Y el alma en paz. Y la cabeza medianamente en equilibrio.

Para evitar caer en nuestras propias trampas. Para evitar poner en marcha la máquina de idealizar. Para dejar de intentar erigir el castillo de naipes. Para no volver a creer que era cierto.

Por eso, por todo lo anterior, es muy recomendable estar atento, y ser cauto, y -en lo posible- realista. Porque posteriormente, la magnitud del dolor, de la tristeza, de la decepción, crecen exponencialmente en relación a la dimensión inicial.

Y así sucesivamente…