Suelo construir imágenes mentales sobre mi misma. Acerca de lo que soy y la situación en que me encuentro.
Generalmente los detalles más nítidos y recurrentes hacen referencia a un lugar físico y a ciertas características de mi apariencia. Y la combinación entre el espacio y el ser, transformado en ocupante, genera una emoción clara. En los sueños se presenta con claridad. La sensación de querer gritar y no tener voz. De querer correr y no tener control sobre las piernas. De querer subir una escalera y ver pasar la gente, tan feliz y completa, funcional y desenvuelta, y sentir un aterrador vértigo, sentir que me asfixia el pánico, mientras para los otros es tan fácil y natural trepar esos peldaños que están tan lejos unos de otros. Siguen hablando y riéndose y gesticulando. Los observo desde mi vacío, desde mi silencio, desde la más absoluta incomprensión.
Es habitual que me imagine desnuda y diminuta, atrapada en el interior de un objeto complejo. El objeto parece un mecanismo de relojería, y a la vez un instrumento de tortura. Muchas veces casi tengo la certeza de que yo misma construí el artilugio para destruirme y hábilmente extravié los planos que con tanto esmero esbocé para poder materializarlo, y que me permitirían desarmarlo y liberarme.
Otras veces me imagino como una ninfa con dos enormes y tupidas alas blancas. Me encuentro en una celda anclada en el fondo del océano. En este caso hay un doble impedimento. No solamente estoy en un medio que no me permite volar, sino que ni siquiera podría plantearme nadar torpemente y buscar la superficie. Soy una prisionera.
Si el inconsciente está construido a partir de imágenes, está claro que lo que yo soy es una experta constructora de trampas. Trampas que diseñé con maestría y pericia para que fueran infalibles.
¿Qué es lo que soy? Soy mi propia cárcel.
Ilustración Juan Carlos Martín Vallés