Y allí estaban. Todos mirándolos, como si fuesen una atracción de circo o algo que valiera la pena observar con detenimiento. Ya habían perdido la cuenta de cuánto hacía que estaban ahí parados, y no sabían con certeza cuánto tiempo más debían permanecer en esa aparente quietud e incómodo protagonismo.

Él los estudiaba con especial atención, recorriéndolos lentamente. Parecía dibujar sus facciones con los ojos. Y si hacía más lento ese paseo visual al pasar por algún detalle, entrecerraba los párpados mientras se mordía el bigote, como si ese tic hiciera más nítida la imagen que intentaba construir.

Al fondo, en la escalera, siempre aparecía algún curioso. Con la costumbre que tenía la hermana de dejar la puerta abierta, entraba una corriente de aire frío constante y se asomaba algún fisgón de tanto en tanto.

Las niñas no molestaban. Al contrario, hacían más llevadera la espera. La más pequeña estaba tan graciosa que su sola presencia endulzaba la escena. María Agustina e Isabel hacían lo imposible porque estuviera quieta, no se acercara al perro, no se ensuciara el vestido, no distrajera a los señores. Estaban tan nerviosas que no se atrevían a mirarlos de frente, pero se notaba que les invadía un deseo irrefrenable de quedarse con la vista fija, aunque fuera por un segundo, como los demás espectadores, cosa que les impedía casi más la vergüenza que el respeto, cualidades de las que la pequeña carecía, por la edad y el parentesco.

Los cómicos, no se sabía con certeza si habían ido a divertir a las niñas, a los señores, o a mirar. Tampoco estaba claro si ese hedor caliente emanaba del perro o de ellos mismos en persona. Llegaban cuando les daba la gana, hacían ruidos groseros, distraían a Diego, molestaban al perro, hacían sonrojar a la hermana. Su presencia era obscena, innecesaria. Los señores parecían ignorarlos, pero un disimulado desdén en el gesto sucedía a cada una de sus bromas.

A los señores era difícil descifrarles. A simple vista parecían encontrarse bien. Pero podría decirse que estaban quizás aburridos, inquietos, cansados. Sobre todo él, que no había aprendido a ocultarse tan bien como ella, ni de los demás ni de si mismo. Las miradas generalmente le agobiaban; a ella le engrandecían. A él se le acalambraban las piernas, le atacaba de frente la corriente de aire frío, y el perro le apestaba con su vaho. Lo más humillante era que ignoraba por completo la razón que le hacía tan llevadera la espera a su mujer. Esa razón ¿se llamaría Diego? En esa situación ella podía mirarle sin medirse sabiendo que su marido no se daría cuenta. Se divertía pensando en cuánto disfrutaría Diego recorriendo impunemente los bordados del busto, el pliegue favorito del cuello justo en el encuentro con el lóbulo de la oreja. Y ella, agradecía el aire frío que le secaba las gotas de sudor que caían por su mejilla, mientras envuelta en una inquietante ensoñación, se perdía en los cabellos del pintor y movía levemente los dedos imaginando cómo le desprendía uno a uno los botones de la camisa. Frente a los ingenuos ojos de Felipe.

 

Velázquez, Diego Rodríguez de Silva

Las Meninas ó La familia de Felipe IV

1656