Esta mañana quería encender un incienso.
Cuando abrí la caja me encontré con un fósforo dañado.
Me resultó conmovedor.
Pareciera que nada me conmueve últimamente.
Y encontré la conmoción dentro de una diminuta caja de cerillas.
Según como se lo mire podría parecer un fósforo perfectamente normal.
Pero al girarlo se ve que utilizarlo o intentar encenderlo lo destrozaría.
Al menos si se intentara encender con el método habitual.
La cabeza está perfectamente.
Seguramente acercarla a una llama de fuego la encendería inmediatamente.
Casi toda la extensión del mango de madera también está en perfecto estado, salvo por una parte, cerca de lo que sería el corazón si el fósforo fuera un delgado personaje de gorro rojizo, que está quemada, ennegrecida y consumida, aunque no ha llegado a quebrarlo.
Creo que la conmoción me sobrevino porque me sentí identificada con la cerilla.
No es que no pueda encenderme y arder. Funcionar.
Pero si no tengo cuidado en cómo y de qué manera, podría romperme.
Sería más fácil y más seguro encenderme por imitación, por proximidad; cerca de una llama viva.
Podría poner nombre, iniciar un relato, una justificación, una historia para esa huella, para esa zona frágil cerca del corazón. Pero no me hace falta.
En parte, mi aislamiento y mi miedo ante el resto de cerillas y hacia el mundo en general se debe a que pareciera que los demás no ven y mucho menos se conmueven al verme.
Estoy perfectamente. Parezco estarlo según desde dónde se me mire.
Sigo siendo (o pareciendo al menos) una cerilla perfectamente funcional.
Casi.
Pero si intentaran utilizarme, manipularme, encenderme de un modo convencional.
Sin ver, sin comprender.
Sin el debido cuidado.
Podría romperme.