Anoche tuve un sueño muy revelador. Me propuse escribirlo para que no se borraran los detalles con el pasar de los días y la acumulación de nuevas imágenes, ideas y sensaciones reales e imaginarias; y para que el recuerdo del sueño y mi propia narración del mismo no fueran contaminándolo y transformándolo en algo distinto de lo que fue cuando salió de mi subconsciente; porque creo que así, crudo, húmedo y palpitante es como debo devorarlo para que conserve todos sus nutrientes.
Era de noche. Se oía el viento. Yo estaba adentro, resguardada. Pero no de una manera agradable ni acogedora. Estaba adentro de una casa abandonada. Se notaba que había sido una casa de muy buena calidad, diseño y construcción. Bella, cálida, funcional, hecha de materiales nobles; aun así, abandonada. Llena de polvo. Polvo en los rincones. Polvo sobre los picaportes de las puertas. Suelos sin aspirar, sin fregar, sin lustrar, sin pisar desde hace quién sabe cuántos años. Afuera, a través del ventanal que daba al jardín veía a un animal herido. Un perro de raza, alto, fuerte y hermoso. Pero lleno de cicatrices, atado y gimiendo de frío y del miedo que le daban el viento y la oscuridad.
Había dos hombres que iban y venían por los pasillos. Parecía que trabajaban en la casa, que estaba en obras. Yo no veía en qué trabajaban, ni escuchaba ningún ruido, pero estaban claramente llevando a cabo alguna tarea de remodelación o reforma. Parecían muy capacitados y profesionales. Bien equipados, jóvenes y decididos, pero tenían algunos signos absurdos y llamativos de haber hecho algo mal. Uno de ellos tenía una enorme viga de madera anclada a la frente. El otro parecía haber olvidado las gafas de protección y tenía las pestañas y las cejas llenas de restos de pintura, cal y revoque. Había también un tercer hombre, al acecho. No llegaba a verlo, aunque sabía perfectamente quién era. Por momentos se dibujaba su sombra en el suelo. Nunca se hacía realmente presente, aunque me generaba una ansiedad incómoda y conocida.
Decidía salir fuera y me encontraba a una mujer detrás de un árbol. Se hacía la distraída, pero yo sabía que me estaba esperando. Estaba vestida de pies a cabeza. Una tela morada le cubría el pelo y parte del rostro y giraba en el cuello extendiéndose hasta los pies como una túnica de cuerpo entero. En cuanto la veía sentía la certeza de que tenía que salvarla. No quería incomodarla, no podía arriesgarme a que se fuera, no quería despertarle desconfianza ni temor. Parecía una mujer muy hermosa, pero llena de miedo y vergüenza. Me elevaba entre las hojas del árbol y me acercaba a ella con suavidad y ligereza. Le daba la mano y juntas volábamos sobre el árbol, la casa y la oscuridad. Sentía el viento en la piel y ella sonreía. Quería desnudarla. Quitarle la túnica. Me despertaba un amor intenso y desenfrenado. Ella me miraba con el rostro sereno y los ojos llenos de agradecimiento. Le soltaba el pelo e intentaba levantarle la falda, pero siempre había otra debajo, y otra más, y otra; y así diez, quince y veinte faldas largas, oscuras, pesadas, superpuestas. Pero nada me impidió que llegara a descubrir sus pies, acariciar la piel erizada de sus piernas y nalgas, levantar toda esa tela tan pesada y oscura y descubrir su sexo, al fin liberado.
No es hasta este momento, en el que describo los detalles, que encuentro el significado de cada imagen. Todo es una gran metáfora de mí misma. La casa. Los obreros. El perro. La sombra al acecho. La mujer. Esa casa de tan buena calidad, diseño y construcción, pero inhabitada, desatendida, representa mi propia vida. Hay un hogar en perfecto estado en mi interior, pero lo abandoné por mucho tiempo. Demasiado tiempo pasó sin que habitara mi propio lugar dentro de mí. Los obreros son mis habilidades para cambiar, volver a transformar mi vida en un espacio seguro y confortable. Están perfectamente capacitados para ejecutar su tarea. Está claro que han hecho algunas cosas mal sin darse cuenta, pero eso no ha disminuido su integridad ni su disposición. La sombra al acecho son mis miedos. Los obstáculos y las trampas que me tiendo guiada por la inercia y por antiguos mensajes dolorosos y limitantes. El perro, tan hermoso, fuerte y sano, pero muerto de miedo y lleno de heridas, es mi corazón, mi capacidad y mi manera dependiente de amar; a la intemperie, gimiendo de frío y soledad, desamparado, atado sin poder buscar refugio, siempre dejando su libertad en manos de otros. La mujer, cubierta de pies a cabeza, es mi instinto, mi autoconfianza, mi deseo y mi creatividad. Están ahí, esperando a que los rescate, que los libere de tantos velos y de esa carga, capa sobre capa, que me ha asfixiado, inmovilizado, reprimido y avergonzado; que me ha impedido ser quien soy y siempre fui: una mujer libre.