Esta mañana miraba en Google Maps y en Street View una lista de direcciones que me había mandado una amiga muy querida de la que estuve distanciada mucho tiempo. Acaba de emigrar otra vez. Ya es la cuarta. Empezar de nuevo. Con toda la carga emocional, psicológica, lingüística, cultural pero también terrenal, económica, y absurdamente práctica y burocrática que eso conlleva. Y acá vivimos ahora. Y acá está el instituto. Y acá el trabajo. Y acá la universidad. Y por mucho Google Maps y Street View, y por mucho que veía las calles y los edificios y calculaba distancias y parecía casi como que estaba ahí, y tomaba conciencia de la escala y me hacía una especie de idea, en realidad no hacía otra cosa que sentir una angustia sin nombre ¿De qué me sirve todo esto si no sé cuándo podré abrazarla? ¿De qué, si no sé todavía si alguna vez caminaremos juntas por esa, la acera que lleva a su puerta y por el paseo que da al canal y por el mercado del casco antiguo algún fin semana?
Y me vino irrefrenable a la cabeza la imagen de los mapas antiguos. Y me pareció una desesperante metáfora de cómo vamos tan perdidos siempre en busca del conocimiento y el control, que siempre nos quedará tan lejos y tan fuera de alcance. Y las misiones a la Luna y a Marte y la sonda que explorará el Sol y la Inteligencia Artificial. Y de repente todo me pareció tan obsceno. Tan banal y absurdo. Cuando no podemos abrazarnos. Cuando no sabemos comunicarnos. Por más WhatsApp, Messenger, telefonía fija, móvil, satelital, internet, y el correo electrónico y el postal, y todas las redes sociales que existen y ni siquiera conozco, y los traductores y los mapas y las cámaras en streaming y las fotos actualizadas con la digitalización de cada calle y cada esquina de cada ciudad ¿Y para qué? Si seguimos sin poder abrazarnos. Aunque nos tengamos delante. Sin comunicarnos. Sin entendernos. Sin saber. Sin decir. Sin atrevernos a sentir. Sin conocernos. Sin conocer a nadie.
Y todo en un segundo se puede derrumbar sin remedio. Por un malentendido. Por una suma de malentendidos. Por las malas interpretaciones y los silencios. Y lo que no digo y lo que no decís. Y lo que por qué se te habrá ocurrido decir y lo que no pude evitar. Y ¿para qué? Si podremos después bloquearnos y no llamarnos ni buscarnos ni hablarnos ni decirnos ni sentirnos ni abrazarnos nunca más.
¿Para qué vamos a mandar una sonda al Sol y colonizar Marte? Si no tenemos ni idea de quiénes somos y de lo que queremos. Si no llegamos a entender para qué hacemos lo que hacemos. Si no conseguimos dejar de temer lo que tememos y depender de lo que dependemos. Y no sabemos realmente por qué sentimos lo que sentimos y necesitamos lo que necesitamos.
Y acto seguido mis pensamientos migran hacia esa animación tan adictiva que va desde la escala subatómica hasta la infinitud del universo. Y todo lo más grande y lo más pequeño se parece tan abrumadoramente. Se asemeja de manera escalofriante. Y nuestro rango, nuestro campo de acción y conocimiento y control es tan absurdamente ínfimo. Y luchamos de manera desquiciada para expandirlo, pero es absolutamente ridículo en relación a todo lo que siempre irremediablemente nos quedará por conocer y descubrir y explorar y ver. Y es dolorosamente perturbador que sigamos haciéndonos problema porque hace calor, porque no encontramos lugar para aparcar, porque la cerveza no está tan fría, porque se acabó el gel de ducha.