Cuando llegamos todo parecía estar en su lugar. Todo parecía igual que siempre. Y hasta fue fácil llegar. Más fácil de lo que esperábamos. En los viajes a Barcelona siempre algo salía mal. Teníamos ya una colección de anécdotas de los viajes. Parecía que Barcelona siempre quedaba más lejos de lo que estaba en realidad. Daba igual si íbamos en tren, avión o coche. Todos los transportes nos terminaban demostrando que escondían alguna perversa manera de arruinarlo todo.
La primera vez que fuimos todavía no teníamos hijos. Habíamos llegado a España hacía unos meses. Menos de seis, seguramente, porque todavía usábamos el seguro de assist-card. Hasta ese momento, Barcelona era para nosotros una lista de obras de arquitectura en páginas de revistas; fotos con gran angular y cielo azul en papel satinado mate del Museo de Arte Contemporáneo de Richard Meier, un volumen blanco y perfecto aterrizado en la Plaza de los Ángeles de la ciudad vieja; plantas acotadas, detalles constructivos y texturas de mármol verde de los Alpes del Pabellón de Alemania de Mies van der Rohe para la Exposición Internacional de 1929; desplegables tamaño A3 del interior de la Casa Batló de Antoni Gaudí en el monográfico del centenario. Pero esas obras eran de verdad. Barcelona estaba ahí para confirmarlo. Se podía caminar por la rampa del museo, y acariciar el mármol del pabellón y oír el crujido de la madera cogido del pasamanos de la escalera de la casa. Pero ese viaje no fue perfecto. Aunque no salía en la guía de la imprescindible Barcelona para arquitectos, también visité la clínica privada del Pasaje del Mercader 14, y tuve que respirar en la sala de espera, y coger el pomo de la puerta del aseo, aunque no tenía ningún diseño especial ni había sido ideado por un gran arquitecto, ni salía en ninguna revista.
La segunda vez fuimos en el Clío. Fran tenía 4 meses y se estaba recuperando de una gastroenteritis. Ese fue el viaje más largo de todos. Porque, aunque él resistía el malestar y dormía plácidamente en su sillita a pesar del olor a vómito, nosotros habíamos empezado a sentir los inconfundibles síntomas del contagio que nos obligaron a pasar dos días en un hotel de Calatayud alimentándonos a potito Nestlé de pollo con judías. El Clío no cubría nuestra necesidad básica. No tenía inodoro.
La tercera fue en avión. Íbamos a pasar las Navidades de 2007. El 24 a la noche, cuando parecía que por primera vez estaba saliendo todo maravillosamente, Fran empezó a vomitar. Hasta que vomitó 12 veces y terminamos pernoctando en el Hospital de Sant Pau donde no solo me contagié el rotavirus que nos impidió coger el vuelo de vuelta -por los mismos motivos que nos anclaron al hotel de Calatayud- sino una varicela que me tuvo 40 días sin salir de casa 3 semanas después.
Esta vez ya íbamos sabiendo que algo no iba a ir bien. No esperábamos a que nos cogiera por sorpresa. Ya lo sabíamos, aunque hiciéramos de cuenta que no. Cuando llegamos todo parecía estar en su lugar. Gabi nos recibió tan arreglada y sonriente, casi con su brillo de siempre. Preparaba un brownie para merendar. Yo nunca había estado en ese piso. Tenía algo diferente y algo igual a los demás. Tenía los mismos muebles, pero también otros. Tenía las mismas fotos, pero algunas faltaban. Agustina. Hacía seis años que no la veía. Llevaba el pelo recogido en un rodete de tres trenzas y los ojos todavía maquillados para el festival de gimnasia rítmica. Delineador gris y purpurina azul. La mirada de su papá, y hasta el gesto al retirar la vista como diciendo: ya no te miro, pero no porque no quiera.
Agus nos mostró la casa. Su habitación ya de niña mayor. Sin tantos peluches, ni muñecas, ni colores como la última vez. El comedor. Ni una cosa fuera de su sitio. Las sillas de madera de tres colores patinados en tonos entre azul y verde pastel. El espejo de marco rústico blanco devolvía a la perfección la posición, forma y color de las lámparas y el aparador, velado por el reflejo tenue de la luz tamizada que entraba por la puerta ventana lateral. A la izquierda del pasillo había un cuarto de impecable puerta blanca con una chapa ovalada inscrita en cursiva negra. Ponía Chambre. Creo que en francés puede ser habitación, dormitorio, también oficina. Agustina nos dijo, casi en un susurro: aquí mejor no entrar. El salón sí que me recordaba a todos los anteriores salones que había conocido. Todos los sofás en los que habíamos reído y bebido, y añorado y planificado y divagado y regañado a los niños por hacer tanto ruido y obligarnos a elevar demasiado el tono de voz al hablar. Pero la ventana no era como las demás. Ésta tenía el privilegio de enmarcar los pináculos de la Sagrada Familia. Cuando los vi, intenté con frialdad eludir todo simbolismo, evité deslizarme entre las inevitables relaciones metafóricas que mi psiquis está tan adiestrada para construir. Pasamos tímidamente al dormitorio principal. Media cama ocupada por lavadas, planchadas y perfumadas sábanas, fundas, almohadas y edredones que nos envolverían durante la noche.
Faltó un plato cuando pusimos la mesa. Y un par de zapatos en la entrada cuando volvimos de la playa. Y una chaqueta en el perchero entre las capuchas y las bufandas de algodón y las mochilas. Faltó una cámara de fotos encima de la silla en el McDonalds. Faltó tu abrazo cuando nos fuimos. Ya lo sabíamos cuando llegamos. Por momentos hacíamos de cuenta que todo transcurría con naturalidad. Porque podrías haber estado en el trabajo cuando llegamos, o afeitándote mientras desayunábamos. Podrías haberte acostado pronto el sábado por la noche, o haber estado duchándote mientras hablábamos en la sobremesa. Haberte quedado rezagado fotografiando la puesta de sol durante el paseo por la playa. Pero en algún momento. En algún momento tendrías que haber aparecido. Ya sabíamos que algo no iba a ir bien en este viaje a Barcelona. Y es que no ibas a estar amigo mío.