No recuerdo cuál es mi primer recuerdo. Tal vez escribiendo consiga recordar. Tal vez con el sonido de las teclas distraiga al centinela y pueda abrir el cerrojo y penetrar en el territorio de la infancia que de momento permanece cerrado y en silencio.
No sé cómo llamar recuerdo a una serie desordenada de flashes que me vienen todos juntos a la memoria. Suenan las cigarras. Y huele a cera del suelo. Y estoy ansiosa por ver dónde encontraré a Luisa. Y me duele saber que ya solo podré encontrarla en este territorio, y me doy cuenta de que tal vez sea por eso que intento no visitarlo. Por no confirmar el axioma: Luisa ya solo vive en tus recuerdos de la infancia.
No quiero sentirme triste. Quiero disfrutar esta visita. Y me pregunto qué debería hacer para conseguirlo. Pero sinceramente tengo miedo. No sé cómo encontrarme con Luisa y no sentirme triste. Intentaré pensar que estoy en el presente y no en un irremediable futuro en el que tengo 41 años y estoy a 27 años de nuestro último abrazo y a 10.082 kilómetros de Bernal.
No quiero inventarme un recuerdo. Quiero encontrarlo. Y aunque sé que será en la casa de Labardén 180 no sé sinceramente qué edad tendré. Y no puedo evitar anteponer fotos viejas y anécdotas que escuché a los hechos verdaderos.
No hay una casa sola. Hay tres. En el fondo hay un pasillo. El pasillo que une la casa de los abuelos con las casas de los inquilinos: la casa del medio y la casa de Pichi. En el garaje está aparcado el Renault 4 blanco. Ese con la palanca de cambios en horizontal y el tapizado de franjas cosidas de cuero negro. Para sacarlo a la calle hay que abrir el portón y la verja. La verja está de adorno realmente, porque no tiene más de un metro de alto.
No sé si será el primero, pero me está viniendo a la cabeza un recuerdo sobre la historia asociada a la verja que separa el frente de la casa de la acera y la pequeña rampa que hay para cada rueda del coche. Y mi triciclo oxidado de caño. Y el olor del césped mojado y, otra vez, el canto de las cigarras. Y el calor del verano que llega todos los diciembres al hemisferio sur. Y el traqueteo de la rueda sobre la acera vainilla. Y cómo me caí sobre la punta de la verja intentando, a toda la velocidad que alcanzaba mi pequeño vehículo, subir la rampa de cemento. Abuela está sentada con Pichi en el porche. Qué mujer tan increíble ¿Cómo pudo disimular que la herida iba a necesitar sutura? Yo le preguntaba: ¿es chiquita, abuela? ¿es un puntito como el que me hice ayer con la aguja de coser?
No me pusieron anestesia. Mamá no sabía si era alérgica. Me dieron tres puntos en la mejilla izquierda. Todavía tengo la cicatriz. Mamá lloró más que yo.