El 8 de abril de 1911, Emil Cioran afrontaba el inconveniente de haber nacido.

Ante la duda de escribir lo que estoy pensando esta mañana, Cioran me dice:
“Escriba sólo si lo que va a decir, nunca se lo confiaría a nadie.”

Así que junto valor y dejo de pensar en quién me leerá y en lo que pensará a continuación. Dejo de medir las palabras; las ideas que pueda haber detrás de las palabras, y de las que no soy consciente, y que probablemente me avergüencen, sin siquiera entenderlas.

Me quedé sobrevolando en círculo la vida y la historia; las noticias asociadas a Ángel Hernández y María José Carrasco. Tengo una enorme reticencia a ver los videos de las noticias. Soy capaz de leer la transcripción de una conferencia o de una charla antes de verla en vídeo. No es que tenga nada contra los medios audiovisuales; simplemente no puedo prestarles la debida atención. De las canciones siempre escucho más la letra. Con los subtítulos también me detengo, las palabras me pesan más que las imágenes. Disfruto del cine en versión original; leo y oigo, y eso es para mí una experiencia sublime. He llegado a descargarme subtítulos de películas para releerlos. Con el bloc de notas. Recordaba algún dialogo. Alguna frase. Y necesitaba leerla otra vez. Eso lo construye todo. No sé si es por evitarme la sobreestimulación de lo visual, del movimiento, de la afectividad que todo lo otro puede generarme. Me pregunto si las palabras no me han preservado de vivir desde el resto de mí. Desde la emoción y desde el cuerpo.

Pero con la historia de Ángel Hernández y María José Carrasco sí le di al play. Es verdaderamente desgarradora la situación en la que estaba esta pareja. Ella, deteriorándose sin remedio. Él, asistiéndola y acompañándola, pero sabiendo que no podía salvarla, sanarla, devolverle todo lo que había perdido y seguía perdiendo lentamente cada día. Sin ayuda. Sin apoyo. Sin medios. Sin fuerzas. Sin esperanzas. Sin fin.

Siento, desde ese rincón visceral y palpitante, oscuro, vivo y sangrante de mi subconsciente, que ayudar a alguien a morir es el mayor acto de amor que existe. Creo que es un acto de amor incondicional como ningún otro. Presos como vivimos de nuestras propias pulsiones, deseos, necesidades, pensamientos, dudas, dolores, ansias, padecimientos, pasiones, preguntas, saberes, vacíos. Ciegos de tanta inevitable y absurda individualidad, subjetividad y autorreferencia. Ayudar a alguien a morir. Ayudar a alguien a quien amamos a morir. Entender cuál es su necesidad, su deseo, su dolor y su angustia, y no intentar convencerlo, repararlo, disuadirlo, manipularlo, moldearlo. Eso creo que es el amor. Llamamos amor a una especie de fijación absurda por el otro, de despersonalización y sacrificio de la propia identidad por el ficticio y supuesto bien del otro, de ese uno que somos con el otro. Llamamos amor a vestir al otro con un traje a la medida de nuestras propias necesidades y deseos, un traje que parece estar mágicamente diseñado para vestir, y perversamente cortado para satisfacernos. Perdemos nuestro propio eje con tal de seguir sosteniendo que ese otro es en realidad el elegido. Nos transformamos en cualquier cosa cuando no somos ya capaces de convencerlo, con tal de seguir siendo esa ameba común con derecho y razón para existir.

Respetar al otro aun cuando nos parezca que está equivocado. Dejarlo ir hacia donde deba ir aun cuando creamos que le esperan tormentas y obstáculos y abismos. Prestarle atención y darle alas cuando pensamos que habla en una lengua ininteligible y su mirada y su camino se dirigen a territorios desconocidos y lejanos. Darle libertad aun cuando signifique perderlo. Decirle que sí si lo necesita aun cuando nuestra voz esté llena de terror y negación.

Ayudar a alguien que amamos a morir es una muestra irrefutable de que el amor incondicional sí existe, aunque no se parezca en nada a lo que nos dieron, a lo que sabemos ofrecer, a lo que pide a gritos nuestro niño dependiente interior, a lo que necesita el sistema que repliquemos para sostenerle.

Hay que romper tantas barreras, tantos prejuicios, tantas leyes, tantos mandamientos, tanta hipocresía, tanto automatismo. Hay que romper el propio núcleo de nuestra estructura psíquica; todas las redes, todos los patrones, todas las cadenas. No creo que haya otra cosa que pueda romper con todo eso. No creo que pueda hacerse algo tan humano y tan heroico sino es gracias al amor.

“Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera. Sin la idea del suicidio, si no fuera por la posibilidad del suicidio, ya me habría matado.” Emil Cioran

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