Siempre hay un detonante. Creo que hubo ciertas imágenes, artículos, películas, frases, novelas, conversaciones, cuentos que se fueron acumulando en un receptáculo en mi cabeza y de repente ya no hubo más espacio. Ayer un amigo me mandó por WhatsApp la foto de un maniquí y escribió: “Y de repente, la mujer perfecta. Me la llevo para casa.” Y no me hizo falta más: El objeto de amor.

Primero me llamaron la atención los japoneses, conocidos por su aversión al contacto físico, por beber y trabajar y suicidarse demasiado. Eso hace que a sus vidas podamos asociar sin tanto pavor la elección de una muñeca de silicona para transformar en la mujer de sus vidas. Su objeto de deseo, de amor, de compañía. No son solo lo primero que pensamos: compañeras sexuales. Son también una mujer a quién abrazar durante la noche, a quien besar cuando llegan del trabajo, a quien meter en la bañera y peinar y vestir, a quien regalar flores y vestidos y abrigos y tacones, a quien llevar de paseo, con quien fotografiarse en la hierba en una soleada tarde de picnic en el campo. Y no todos son hombres raros. Depresivos o pervertidos o desquiciados con un pie en el psiquiátrico o alcohólicos o drogadictos o viudos o almas perdidas al borde del suicidio. Algunos son empresarios, perfectamente funcionales, casados y con hijos. Pero aman a esa mujer por encima de todo lo demás. Es ella la que les hace felices y fieles y sinceros y la que les pone el corazón a mil cuando meten la llave en la cerradura de la puerta de sus casas.

Y no puedo evitar preguntarme ¿por qué? Y no me conformo con la respuesta fácil: están enfermos, están locos. Empiezo a redactar afirmaciones en mi cabeza.

No me va a traicionar. No me va a mentir. No me va a abandonar. No me va a juzgar. No me va a engañar. No me va a culpar. No me va a decir no. No me va a dejar solo. No me va a rechazar. No me va a manipular. No me va a herir. No me va a agredir. No me va a menospreciar. No me va a criticar. No se va a ir. No se va a morir.

¿Quién no necesita todo esto? ¿Y quién puede afirmar todo esto teniendo enfrente a una persona de carne y hueso?
Cuando somos niños se nos permite tener un objeto transicional. Con toda naturalidad. Nadie pensaría que estamos enfermos porque necesitamos llevar ese sucio y andrajoso oso de peluche a todas partes. Ese oso que nos hacía compañía cuando el adulto que anhelábamos ya no aguantaba un minuto más nuestro desvelo, nuestro llanto, nuestro mal humor, nuestra tristeza, nuestras inagotables ganas de hablar, jugar, cantar, reír, saltar. Cuando nos sentíamos solos y desatendidos e incapaces de lidiar con nuestra propia y angustiante y recurrente insatisfacción, nadie pensó que era una pésima idea inventar el objeto transicional. Ya cuando seas adulto aprenderás a lidiar con esa mierda. Ahora dejame en paz.

Después vino la historia de Nagoro. Esa aldea en las islas Shikoku, también en Japón, donde una mujer se dedica desde hace más de 10 años a fabricar muñecos de tela en escala real de la gente que se fue del pueblo. O se murieron o migraron. Ya no están. Y ella los retrata. En Nagoro viven 29 humanos y 350 muñecos. El primero fue un espantapájaros que cosió para que cuidara del huerto. Con él intentó replicar a su papá. Y esa presencia, a la vez ficticia y tangible, llenó un pequeño espacio de ese vacío de silencio y soledad que inundaba la isla, el pueblo, su casa y su propia vida. Y así empezaron a aparecer muñecos. Mujeres, hombres, niños, ancianos, trabajadores, paseantes. Y de pronto las aulas de la escuela se llenaron de niños otra vez. Y el paseo a orillas del río. Y los huertos. Y el prado. Y las calles. Y las tiendas. Y las casas. Y la cocina. Y el sofá. Y la mesa. Y sí. Me parece tétrico. Y macabro. Y algo enfermo. Y algo perverso. Pero también tiene un destello de soledad y desamparo y nostalgia y de la más cruda y profunda humanidad que me llega al alma.

Y pienso en el cuento de Joyce Carol Oates, El señor de las muñecas, una historia de terror en la que un niño desarrolla un perturbador apego a las muñecas después de la muerte de su prima, cuya privación le llevará a convertirse en un psicópata.

Y la película Lars and the Real Girl, en la que el protagonista consigue superar su patológica soledad y aislamiento social gracias a que su familia acepta su delirante y surrealista relación con una muñeca sexual.

Y cito a Carson McCullers, y su maravillosa descripción del amor en La balada del café triste: “En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar ese amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra. Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya un abuelo que desvaría, pero sigue enamorado de una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una pecadora perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor. Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor. “

Y pienso en la necesidad más básica del ser humano. Y cómo esa necesidad nos impulsa y nos encadena, nos motiva y nos paraliza, nos levanta y nos hunde de manera intermitente. La necesidad de amor. La necesidad de que nos miren, nos escuchen, nos valoren, nos respeten, nos acaricien. La necesidad de construir un vínculo afectivo. La necesidad de que exista una persona en quien confiar, con quien conectar, abrir nuestro corazón, dar, construir, sabiendo -y sin dudar- que será recíproco. Confiando en que será cierto, profundo e incondicional. Suena bien ¿Qué pasa cuando no se tiene? ¿Cuando no confiamos en que sea algo alcanzable, posible y verdadero?

Buscamos un sustituto, objeto transicional, paliativo, reemplazo, distracción, anestesia. Sexo, dinero, trabajo, éxito, reconocimiento social, cada vez más virtual y al alcance. Me gusta, me divierte, me encanta, me interesa, asistiré, te sigo, comparto, me fascina eso tan genial y tan parcial y filtrado y retocado y editado y replicado. Ese escaparate tan fantástico que parece tu vida en pantalla.

Como nos cuesta asumir, aceptar, sentir que nos falta A, y en cambio buscamos y anhelamos y nos dejamos la vida supliéndolo con B, C, D, X, Y, Z. Y mujeres de silicona y muñecos de trapo y peluches y chupete y cigarrillo y raya y coche y zapatos y perfume y anillo y viajes y premios y horas extras y sábado y fútbol y facebook y comida y alcohol y televisión y dinero y placer y netflix.

Y todo lo que necesitábamos era amor. Alguien en quien confiar. Alguien a quien abrir nuestro corazón, sabiendo que no lo haría pedazos.