Después de un día de lluvia, caminar por el Jardín del Príncipe en Aranjuez puede regalarnos una experiencia sobrecogedora.
Narciso llora.
Si acompañamos al Tajo bordeando el límite del jardín y superamos la curva cerrada del Museo de las Falúas, se inaugura una perspectiva de plátanos en fuga hacia el sureste y aparece la Fuente de Narciso, escondida entre los árboles.
Muchas veces mis pasos me llevaron a ciegas hasta él. Me encontraba rodeándolo sin conciencia de cómo había llegado otra vez hasta ahí.
El primer día claro después de la lluvia, Narciso llora.
Y yo intento apagar la maquinaria racional que me explica que entre las entrantes y salientes de su cabellera de piedra deben de haber quedado infinitos hilos de agua atrapada que tardará en derramarse, evaporarse, desaparecer.
Yo lo veo llorar. Su rostro, inclinado sobre el vacío, enfatiza la mágica física que atrae las gotas hacia la fuente.
Derramadas entre las cejas, se deslizan por la nariz. Casi le imprimen dolor en la mirada.
Narciso. Perdido en la contemplación de si mismo. Anhelando que ese otro, que no es más que su propio reflejo inalcanzable, le devuelva una mirada atenta y compasiva.
Una mirada que le rescate de su sensación de vacío, transparencia, soledad.