Quizás suene mal. Y se me hace un poco duro admitirlo. Y hasta pienso en este mismo instante que puede que parezca algo forzado. Esas frases que uno construye en su cabeza y como parecen contener más verdad de la habitual, se pone toda la maquinaria en marcha para ratificarlas y buscar exponentes y terminar de afirmarlas. Por más que no sea más que una materialización efímera, nuestra psiquis está maravillosamente adiestrada para transformarla en realidad.

Me llevo mejor con los muertos y me di cuenta de eso hace algunas semanas, recluida en la biblioteca y absolutamente inmersa en la prosa de David Foster Wallace y su ensayo “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”. Y no voy a ponerme a explicar de qué va el ensayo –aunque lo recomiendo desde mi más profunda subjetividad- porque lo que realmente descubrí en ese momento fue que me sentía en perfecta sintonía con la constelación de interrelaciones que expresaban sus palabras, lo que él sentía acerca de lo que escribía, lo que el escribía acerca de lo que sentía, estaban vibrando en la misma frecuencia que mi alma. Y pensé que eso no me pasaba muy frecuentemente. Y agradecí esa sensación. Y empecé a buscar con quién más había sentido eso. Porque no era algo nuevo. Aunque sí poco frecuente. Y pensé en José Donoso. Y pensé en Cortázar. Y pensé en Nietzsche. Y para ser sincera, y especialmente en relación a David Foster Wallace, me preocupó un poco sentirme tan inmensamente identificada con el alma de un obsesivo, depresivo y suicida.

Me llevo mejor con los muertos y a veces pienso que a ellos, a los que una vez tuvimos cerca, y abrazamos, escuchamos, amamos y ahora añoramos tan desesperadamente, a ellos también les debo un agradecimiento. Porque siguen ahí. Porque me hacen sentir menos sola. Porque los siento conmigo. Porque son mi referente y mi interlocutor muchas más veces de lo que lo son los vivos. Y a veces me pregunto si no habrá algo de cobardía o de idealización detrás de esa sensación. Porque ellos ya no pueden reaccionar o responderme sino a través de mis propias construcciones. Y eso hace que sean incondicionales. Eso hace que pueda confiar en ellos ciegamente. Pero inmediatamente después me doy cuenta de que no ganaron ese lugar una vez que se fueron, sino que ya lo ocupaban antes. Y ahí sí que me siento plenamente segura de que hay más verdad que construcción, y ahí vuelvo a sentirme agradecida porque formaran parte de mi vida.

Tal vez debería plantearme que no sonaría tan mal, o no sería tan duro de admitir un título que se pareciera más a… “Ahora que aprendí a llevarme mejor con los vivos” o “No estaba tan sola a pesar de todo”. Y sé que depende más de mí que de los vivos que tengo a mi alrededor. Y vivos en el sentido de los que tienen vida todavía, de los fuertes, intensos, ardientes, y no de los demasiado audaces o poco considerados, de los listos que se aprovechan de las circunstancias y actúan en su propio beneficio (los argentinos me entienden). Los vivos, los que sienten su corazón latir, los que llevan la sangre en movimiento por debajo de la piel, los que sueñan y sufren y ansían todavía. Sé que tengo que aprender a llevarme mejor con los que están acá, con los que están cerca, con los que continúan en pie, o al menos lo siguen intentando. Y no me hablan solo a través de las palabras impresas en negro sobre fondo blanco, y no me miran desde mi pantalla mental, ni me dan la mano en algún rincón de mi alma. Pero mientras tanto, todo esto seguirá siendo verdad, y será más cierto todavía cuando se mueran Knausgaard y Kundera.