Viajar a mi infancia es sumergirme en una sucesión de imágenes, sonidos, texturas, pero sobretodo de olores. Puedo hacer un recorrido ciego por Labardén 180, la casa de mis abuelos, y reconocer cada espacio, cada rincón, cada habitación, a través de su olor. Cera para el suelo, polvo de sofá, licores y aperitivos, libros viejos, fotos y cartas de Europa, colección de monedas, costurero de madera, molinillo de café, galletas de miel, jazmines y limonero, cemento y arena, cajón de los pañuelos, naftalina en el armario…

Yo no soy la protagonista de mi película de la infancia. Es ella, Luisa. La mamá de mamá.

Amasa el strudel estirando la masa hasta hacerla llegar hasta los bordes de la mesa redonda de la cocina. Se la oye dar pasos suaves con los patines de lana para no ensuciar el parquet. Intenta dormir la siesta mientras yo le abro los ojos con los dedos. Me cuenta el mismo cuento de la loba que empuja poco a poco al lobo por el precipicio. Dibuja con lápiz negro los bichos de mi libro de biología de la escuela. Me enseña a preparar galletitas de maizena cortadas con el molde metálico de estrellas y rombos. Me besa las mejillas con los labios húmedos y la cara fresquita de crema humectante. Cose camisetas para mis muñecas con retazos de tela de su canasto de tejer. Cabecea en el sofá mirando pasar la gente a través de la cortina del salón. Come a escondidas las galletas con chocolate que le prohíbe la diabetes. Se avergüenza ante los vecinos de haberse casado con mi abuelo. Le cuesta horrores decir palabras como «iglesia» o «jugar» sin que se le note el acento croata. Llora cada domingo cuando llama mi tío desde Brasil. Prepara cada Navidad el pan dulce sin frutas exclusivamente para mí. Guarda siempre en el primer cajón un camisón nuevo por si la tienen que ingresar algún día. Se muere de risa inflando y haciendo explotar los paquetes de fideos vacíos.

Ya no vivo en Bernal, sino 10.000 kilómetros más al noreste, del otro lado del Atlántico. Ella ya no está. La casa se vendió hace tiempo. Y aunque los años sigan pasando hay una parte de mi alma que vive en Labardén 180. Que duerme la siesta escuchando al canario cantar, que se estremece pensando en el espíritu de la vecina caminando por el pasillo de atrás, que corre en triciclo por el fondo con cara de velocidad, que le roba el néctar a las nomeolvides de la casa de Pichi.

Pero hay un recuerdo en el que me gusta refugiarme y es el que tengo más vivamente impregnado en mi memoria sensorial. Me encuentro acurrucada en el calor de su abrazo y la suavidad de su pulóver de lana verde, envuelta en un olor a fijador de pelo y esa mezcla única entre su piel y la colonia cítrica. Y cuando vuelvo a ese rincón de mi alma, el tiempo avanza más lentamente, el aire se vuelve dulce y cálido, y me invade la sensación de que el mundo es un lugar mágico y que nada puede ser más importante que estar vivo y tener un rincón en la memoria donde sentirse en casa.