“A veces me compro flores y voy por la calle como si me las hubieran regalado”, le dice a la amiga mientras espera que se ponga en verde para cruzar por el paso de peatones de Las Heras y Junín. A veces, tantas veces, demasiadas veces, la mirada del otro es la única que nos hace sentir visibles. A veces, nos sentimos tan poca cosa que si el otro no nos nombra, no nos mira, no nos habla, no nos define, no somos casi nada. A veces, tantas veces, demasiadas veces, buscamos desesperadamente que nos cuiden, que nos amen, que nos escuchen; porque no sabemos cuidarnos, amarnos, escucharnos a nosotros mismos.

El otro día encontré un libro en la biblioteca infantil que se llamaba “La escalera roja” y mientras se lo leía a mi pequeña Sofía iba dándome cuenta de que yo necesitaba de ese cuento mucho más que ella; a mí me estaba llegando más hondo, mientras ella miraba las ilustraciones y leía despacito, con una mezcla de orgullo y esfuerzo, una línea de cada párrafo. El cuento narraba con una bellísima simplicidad la desesperación de un pájaro que había perdido su escalera roja, esa que usaba para subir a los árboles, a los tejados, a las nubes. Tuvo que venir el conejo para hacerle ver que él no necesitaba ninguna escalera para subir a ningún lado, porque él era un pájaro, tenía alas, podía volar a donde quisiera.

Yo construí tantas escaleras rojas en mi vida. Y sigo desesperada, como el pájaro, creyendo que sin la escalera roja no voy a llegar a ninguna parte. Y sigo sin la escalera roja y sin ver mis alas. Las flores que lleva esa chica en la mano, y que la hacen sentir tan importante y especial, esas flores que se compró a sí misma son como mi escalera roja. Y ni ella ni yo nos damos cuenta de que la mirada del otro no puede ver nada que nosotros no veamos. Y que si nos sentimos transparentes es porque no nos queremos ver. Y si la voz del otro es la única que nos define es porque no nos permitimos escuchar nuestra propia voz.

A veces, tantas veces, demasiadas veces, repetimos en bucle, por inercia, o por creer que no podemos hacer otra cosa, esas acciones ridículas que no son más que trampas que nos tendemos con maestría para seguir creyendo que sin la mirada del otro no somos casi nada.