La imagen del iceberg se usa como metáfora muy frecuentemente. Si me propongo un brain storming a mi misma en este mismo instante me van viniendo imágenes en flujo constante. Imágenes en relación con el iceberg. Con ese inmenso bloque de hielo que parece más pequeño de lo que es en realidad. Pero no porque tenga ninguna intención de mentir, ni la menor conciencia de si mismo, o misma. Sino simplemente por una cuestión de temperatura. A mas profundidad, más frío. A menos profundidad más perdida de volumen por el cambio del estado sólido al líquido. Es la primera vez que pienso en esto. Y la verdad es que no tengo ganas de constatar si es así. Pero tiene su lógica. Y esto tampoco es un artículo científico como para que sea verdaderamente importante ser precisos a la hora de explicar un fenómeno. Porque en este contexto los fenómenos son, por lo general, muchísimo más subjetivos de lo que pueden parecer. Igual que el iceberg. Por encima: la objetividad; y toda la inmensa masa de hielo debajo -la sumergida- la subjetividad.
Vuelvo al brain storming, y no puedo dejar de hacer un paréntesis, pero sin paréntesis, y aclarar que cuando pienso y cada vez que escribo iceberg no suena “iθe’beRg” sino “ais’beRg”. Las cosas que me vienen a la cabeza cuando pienso en esa gran masa de hielo flotante que sobresale (en parte) de la superficie del mar son: el Titanic, sí, en primer lugar, pero no cualquier Titanic sino el de la película de Leonardo DiCaprio. Triste, pero es así. Así de manipulables somos. O, mejor dicho, así de manipulable soy. Acto seguido, recuerdo uno que venía en un libro de ciencias que había en casa, y en el que entre las láminas que más me impactaron estaban: la bomba de Hiroshima, una bala fotografiada a altísima velocidad atravesando una manzana, una montaña oscura con un poblado minúsculo a sus pies, y el iceberg. Después pienso en el que se usa para representar la parte visible del machismo y todas sus vertientes y ramificaciones y viscosas manifestaciones derramadas por todas partes y en todo ámbito, mucho más destructivas todavía que las que salen a la superficie, justamente porque son más difíciles de ver, y por lo tanto de erradicar; y entonces pasa muy a menudo que solo nos damos cuenta de que existían cuando, como pasó con el Titanic, ya es mucho más que demasiado tarde. Después veo ese bastante derretido en el que se quedó aislado el oso debido al derretimiento de los casquetes polares por el calentamiento global. Y después esas ilustraciones, ahora que está tan de moda el pensamiento positivo y la automotivación y el camino de la realización personal, que tienen el éxito en la puntita y todo el enorme trabajo, esfuerzo y tesón que hubo debajo para que después venga la gente y nos diga -o más frecuentemente vaya diciendo por ahí- que lo nuestro fue pura suerte.
Pero entre una y la otra, y al principio y al final, e intermitente y omnipresente a lo largo de la serie de imágenes de bloques de hielo en mi pantalla mental, me viene la idea del iceberg como una metáfora del comportamiento y de las relaciones. Solo vemos la punta del otro. El otro solo ve nuestra punta. Y con suerte. Y en la mayoría de los casos la gente es que ni ve su propia masa submarina. Ni quiere verla. Y después se sorprenden cuando constatan y presencian la catástrofe; el hundimiento estrepitoso de todo lo que se les acerca. Y yo misma. Tengo siempre esa sensación de que lo que asoma de mi puede llegar a ser atractivo y amable, pero hay un radio de seguridad que es mejor no atravesar. Y que mas que consecuencias nefastas e indeseables, las posibilidades de colisión y fisura son, por estadística, muy altas. Pero esto no esconde ni resignación ni pesimismo ni dolor ni ansias preservativas de aislamiento. Es solo una constatación. Sin ninguna inconmensurable masa oculta debajo.
Y no sé cómo ni para qué, pero me viene a la mente la frase de Mario Benedetti: “Tengo la teoría de que cuando uno llora, nunca llora por lo que llora, sino por todas las cosas por las que no lloró en su debido momento”. Y pienso que hay una especie de iceberg para cada emoción. Y cuando lloramos, cuando reímos, cuando nos llenamos de ira o cuando nos apagamos, nunca es por eso que está pasando. Nunca es solo por eso. Es por eso, pero principalmente por todo lo demás. Y entonces nos pasa que nos cuesta entender las reacciones de los otros. Porque nadie está en cero. Y hay situaciones, palabras, miradas, reacciones, silencios, olores, sonidos, gestos, actitudes, que nos accionan una compleja red de mecanismos internos que ni nosotros mismos somos conscientes de que existen. Y claro. Si nosotros no entendemos ¿cómo iba a entender alguien más, por mucho que se interese y se esmere, por qué lloramos cuando lloramos, reímos cuando nos reímos, por qué gritamos cuando gritamos y por qué nos apagamos cuando nos apagamos? ¿cómo iba a tener alguien derecho a juzgar nuestra reacción? ¿cómo íbamos a tener derecho nosotros a valorar, adjetivar, criticar o intentar modificar una reacción ajena? Es que nuestro egocentrismo y nuestra necesidad de control y nuestra inseguridad a veces es tan enorme, tanto más enorme de lo que parece a simple vista -más o menos en la misma proporción que las partes del iceberg- que hacemos lo que humanamente podemos.
Y esta especie de conclusión, más que desasosiego me produce un gran alivio. Porque ¿para qué nos íbamos a hacer tantísimo problema si al final el malentendido está asegurado? ¿Para qué nos íbamos a responsabilizar tanto y analizar desde múltiples puntos de vista, si al final lo más probable es que lo que estamos imaginando, lo que estamos viendo, lo que tenemos delante, lo que podemos medir y controlar, no sea más que el ápice? Y no un ápice cualquiera; un minúsculo ápice, que además podríamos rodear o sobrevolar o explorar debajo de la superficie y cambiaría de forma y tamaño y perspectiva y color y según le de el sol o el viento o vengan las corrientes o la época del año o las horas de luz o la temperatura del agua o del aire o las rutas de navegación o la fauna circundante o la composición química del agua…sería completamente diferente.
Y si busco alguna imagen que represente el alivio más que el desasosiego. Y que intente redefinir y resignificar las múltiples teorías y usos metafóricos del iceberg -recuerden: “ais’beRg”- pienso en ese volumen que emerge y todo el otro que no. Ese pequeño montículo blanco, y toda su contundente raíz de hielo hundida en una tierra transparente y líquida y fría y en movimiento, no es más que eso. Tan presente y real y necesario y sin ninguna connotación más que su propia e innegable existencia. Y sí. Podríamos hacerle unas maravillosas fotos aéreas tomadas desde un dron, o a lomos de un dragón. Y acercarnos a él y observarlo desde un submarino amarillo, o desde el Nautilus. Y hacer una excursión equipados muy profesionalmente y abrigados hasta las cejas y extraer muestras y analizarlas posteriormente y tomar notas y montar una base temporal o permanente, efímera o monumental o desechable o surrealista o absolutamente inútil y ridícula. Y tirarnos en trineo. Y esquiar por la ladera que esté al sol. Improvisar un chiringuito y servir cerveza Antárctica y regalar polos de limón. Y diseñar canoas y muelles y embarcaciones y transatlánticos que se adapten a las circunstancias y cambien de forma y de tamaño según sea necesario y se acoplen y se mimeticen y puedan acercarse y fusionarse y después zarpar y recuperar su forma libremente y reducir los riesgos y evitar las grietas y erradicar las colisiones y disminuir exponencialmente el número anual de catástrofes y hundimientos causados por las imprevisibles y destructivas consecuencias de la aproximación inconsciente o premeditada a ninguna masa de hielo flotante que sobresalga de la superficie marina. Y resignificarlo todo, y reescribir todas las frases y redefinir y reordenar y modificar el orden y la forma y el contenido de las imágenes que nos vienen a la mente cuando pensamos, cuando oímos nombrar, cuando leemos, cuando vemos, cuando nos ponen delante la foto de un iceberg. Recuerden: “ais’beRg”