Detrás no hay nada. Me acuerdo de Jim Carrey en el Truman Show llegando a los límites del decorado. El horizonte donde se acababa la realidad ficticia y se abría una puerta a la nada. Y pienso en Jorge Padín en la obra de teatro Nada subido a las ramas de un ciruelo y diciendo a sus amigos: “Nada importa; hace tiempo que lo sé. Por eso no merece la pena hacer nada.”

Durante los meses lectivos, laborables, útiles, rentables, subdivididos perfectamente en días, horas, minutos y segundos donde hay algo que hacer, impostergable e importantísimo (mucho más algo que hacer de lo humanamente posible gestionar) no levantamos la mirada hacia las ramas del ciruelo. No vemos el desperfecto. La esquina del empapelado de nubes en el horizonte que se viene abajo.

Y de momento hay un resto de inercia. No acabaron las clases. Ni el plazo para la presentación de la declaración de la renta. Ni los festivales y actos y graduaciones y facturación y pagos y matrículas y entregas y demás cierres y últimas funciones antes de que se baje con violencia y estruendo la persiana.

Según la teoría dialéctica de las dos vertientes de Marta Zátonyi la historia de la humanidad podría dividirse en dos grandes grupos de periodos alternados en los que el hombre tenía o no tenía fé en un proyecto social, en una idea, en un paradigma que funcionaba para construir eficazmente el velo sobre la nada. La Grecia clásica, el Imperio Romano, el Renacimiento, el funcionalismo racionalista moderno, son ejemplos de la primera vertiente, la de la certeza. El helenismo, la Edad Media, el manierismo, el expresionismo, el surrealismo y la posmodernidad, entre otros, son reflejos de la segunda vertiente, de la que se instaura en momentos de crisis, donde una estructura aparentemente perfecta terminó por derrumbarse y dar muestras de caducidad; de no haber sido más que una frágil fachada.

¿Es más verdadero dudar que tener certeza? ¿Es más real la nada que lo que construimos encima intentando taparla? ¿Es más acertado asumir el sinsentido absoluto y el vacío que seguir cada día eligiendo el color, la forma, el tamaño y la posición en que colocar cada efímero granito de arena en un lugar y dejarnos la vida en eso? ¿O nombrar la nada es igualmente absurdo? ¿Y hacerse estas preguntas no es más que otro intento igual de vano de llenar algo creyendo que llenarlo de esto es mejor? ¿La duda existencial es otro paliativo igual que las vacaciones, las comuniones, las fiestas, las planillas y las entregas y el calendario del contribuyente y el mundial de fútbol?

Horror vacui. Kenophobia. Terror al vacío. No hace falta llenar todo resquicio. No solo hay horror a la nada en el rococó y en el arte islámico. En Escher, Pollock y Haring. Horror al vacío hay siempre. En el blanco sobre blanco de Malevich también, y en la pirámide del sol de Teotihuacán, y en una columna dórica ¿Cómo no sentir el horror? La diferencia está en qué nos pone en marcha. Tal vez en la distancia a la que se siente el borde del abismo. Y no se trata de valor, coraje, de vertientes ni métodos ni teorías estéticas. Antes o después llegamos al muro y subimos la escalera y abrimos la puerta azul. Y detrás. Detrás no hay nada.