Esta imagen, que encontré por casualidad anoche buscando entre las páginas de una revista pequeños recortes para hacer un collage con Sofía, me remite a tantas cosas que no se bien cómo las voy a ordenar para que puedan ir saliendo de a una, y no se queden irremediablemente adentro, agolpándose unas contra las otras en el borde del pensamiento.

Lo primero que me vino a la cabeza fue un sueño, uno que tuve hace muchos años atrás. Un sueño en el que entraba en el parking del edificio en el que vivo y venía a mi encuentro un león. Era enorme, precioso, tan lleno de vida, energía. Me sobrecoge recordarlo. Y aunque a las otras personas que estaban en el parking, que no recuerdo bien quienes eran porque yo estaba absorta en la presencia de ese maravilloso y poderoso animal, les daba miedo, horror, deseos de huir y refugiarse; a mí, desde lo más profundo de mi ser, me atraía inmensamente. Y nos acercábamos, y nos abrazábamos, y yo sentía -que capacidad la de la mente durante el sueño- su calor, su suavidad, su enorme fuerza, su energía bestial, su protección. Es indescriptible, realmente imposible expresarlo en toda su magnitud.
No supe interpretar qué simbolizaba el león. En un primer momento creí que ese león era Argentina. Era eso a lo que otros -mis compañeros de parking- temían, de lo que huían, lo que veían como una amenaza, como algo feroz y peligroso de lo que había que resguardarse. Para mí era una fuente de energía, fuerza, calor, cobijo y plenitud. Y no le di demasiadas vueltas más y se fue a parar al subconsciente, el sueño, el león, y la interpretación.

Ayer fuimos a la biblioteca infantil y Fran me trajo un libro que le había impactado y que se llamaba “Los demonios caca”. Y no entendí bien de que iba hasta que me empezó a leer. Me pareció fascinante. En resumidas cuentas, se trataba de exponer que todos tenemos un demonio caca, algunos de nosotros nos llevamos bien con él, otros no queremos ni verlo, otros nos dejamos dominar completamente por sus designios, otros hacemos como si no existiera…y afirmaba, basándose en la experiencia, que quienes realmente se habían dejado de rodeos y lo habían mirado de frente, habían sido testigos de cómo se hacía pequeñito y hasta tiernamente abrazable, y habían podido vivir felizmente con él en el bolsillo sin que les trajera mayores inconvenientes. Y hablábamos con Fran de qué podía ser eso del demonio caca que todos teníamos y que era mejor mirar que ignorar, y que era la única manera de hacerlo empequeñecerse hasta que nos cupiera perfectamente en una mano y dejara de arrojar sombras extrañas sobre nuestras vidas. Y ese demonio caca era el miedo.

Y más entrada la tarde noche me puse a hacer un collage con Sofía y apareció el león. Ese fantástico león que parece que devora, pero en realidad lame, y podría ser amenazador pero no despierta más que una enorme confianza y un gran placer en su compañera, que se deja abrazar con los ojos cerrados y respira su aliento, sostiene relajada su peso sobre los hombros, permite que el colmillo casi se le clave en la mejilla, sabiendo que nunca jamás le hará daño. Y recordé los demonios caca, y no sé por qué pensé en el mago de Oz y en el león cobarde, y reinterpreté el sueño, y me di cuenta de que el león era el miedo de mi misma. Que el león era parte de mí, era esa parte de mí que no me atrevo a ser, que pareciera que a la mirada de otros es amenazante, feroz y peligrosa, pero que para mí está tan viva, y tiene tanta fuerza, y me da tanta seguridad y confianza, y calor y cobijo, y es tan enorme y tan verdadera. Y por no mirarla, como quienes no miran a sus demonios caca, se ha hecho tan horriblemente insoportable. Y pensaba en el león cobarde del mago de Oz, cobarde solo porque lo era para sí mismo, cobarde como solo él era capaz de definirse, aunque fuera mentira, aunque todos supieran que era fuerte y valiente, cobarde porque no era capaz de mirarse en el espejo y afirmar que era maravilloso, cobarde hasta tal punto que creía que el único remedio para su desesperación era peregrinar hasta donde estuviera el mago de Oz y lograr que le escuchase, y pedirle que por favor le devolviera su valentía. Ese mago de Oz que tampoco creía en sí mismo, y que estaba ahí solo porque todo el pueblo lo había erigido como mago y le había dado el poder de guiarles, de darles lo que creían que les faltaba, cuando -como los tacones de Dorothy- siempre y desde un primer momento lo habían tenido en su poder.

“Y la Bruja Buena le dijo a Dorothy: Los zapatos de plata tienen un poder maravilloso, y una de sus cualidades más curiosas es que pueden llevarte a cualquier parte del mundo con solo tres pasos. Todo lo que tienes que hacer es unir los tacones tres veces seguidas y ordenar a los zapatos que te lleven donde desees ir.”