¿Cómo huele la humanidad? ¿y la vida?
¿Cómo el placer? ¿y el dolor?
Un olor es una consecuencia. Una huella.
Olemos porque estamos vivos. Sudamos porque estamos en marcha.
El sexo huele a sexo.
Y el pis a pis.
Y la mierda a mierda.
Y los pies a pies.
Y los perros a perro.
Y los caballos a caballo.
Ni siquiera el olor de un cuerpo muerto debería abrumarnos.
Si olemos a muerto es porque estamos muertos.
Es tan bello el olor de un jazmín, el de un limón, el de un durazno.
Tan bello el de un café, un cigarrillo, el del cuello de mis hijos.
Tan bello como el olor del sudor entre las sábanas.
Tan bello como el olor a mierda de los campos y a sangre de los partos.
Tan bello el de la lluvia sobre la tierra, el del pino azotado por el viento, el del césped recién cortado.
Tan bello como el olor a cueva de mamíferos en la habitación de mis hijos cada mañana que los despierto, despeinados, transpirados, llenos de lagañas y con un aliento caliente y ácido.
Todo es bello.
Tan bello como humanamente podamos asumir.
Restos, rastros y huellas. Signos de que vivimos, buscamos, intentamos, estamos en marcha, respiramos, sufrimos, gozamos.
Vida, y nada más.
Ese afán por el orden y la limpieza. Por tapar toda huella. Ese artificial olor a pino y lavanda de los limpiadores. Ese olor a asepsia de la lejía y el amoníaco.
Todo para tapar. Tapar como sea. Como el blanco de los cruceros, tan lúcidamente expuesto por David Foster Wallace en «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer». El blanco inmaculado de los cruceros intentando esconder el irrefrenable azote de las olas y el agua salada que devora, oxida y amenaza la perfección impoluta de la imponente carcasa.
Tapar como sea la ineludible y cercana certeza de la muerte.