Hay otras maneras de vivir. De hacer. De ser. De pensar. De trabajar. De relacionarse con los otros. De moverse. De existir.

Hay situaciones que nos resetean. Se puede hacer terapia y leer y escribir y pensar y analizar y hablar. Se puede uno imponer conductas nuevas, intentar empezar de afuera hacia adentro cuando parece que de adentro hacia afuera ya no da resultado. Y probar técnicas y cambiar hábitos y desmantelar la rutina y cuestionarlo todo.

Pero solo hay ciertos hitos que verdaderamente consiguen reiniciarnos. Y dejan muy claro lo que fue antes y lo que es ahora y lo que podría ser después. Y no es una construcción mental. Es algo más concreto, casi mecánico. Como esos golpes que les dábamos a los teléfonos públicos cuando parecía que no funcionaban, que no daban el vuelto, que nos tragaban las monedas. Y sí. Al final sí. El último golpe acomodaba alguna pieza y la cosa al fin marchaba.

Hay otras maneras de sentir. De andar. De dormir. De despertar. De mirar. De relacionarse con uno mismo. De quedarse quieto. De respirar. De fluir.

Cuando se lleva un traje por demasiado tiempo, pareciera que la tela se adhiere al cuerpo. Y aunque ni el talle ni la forma ni el color ni la textura ni el corte nos satisfagan en absoluto, nos dejamos definir y nos insensibilizamos. Y seguimos, con infinita dificultad, pero sin cambiar nada.

Qué esfuerzo tan absurdo nos obligamos a hacer para ser parte del mundo. Tiendas de ropa, de zapatos, de accesorios, joyerías, peluquerías, locales de estética, dietética, de uñas de gel, de tatuajes, y concesionarios de coches, y agencias de viajes, y perfumerías, y lencerías, y grandes, enormes, inconmensurables almacenes donde se replican y se reproducen y se erigen más tiendas con sus escaparates y anuncios y descuentos y carteles. Y ¿para qué? Para no ser lo que somos y no parecer lo que parecemos y no existir como deberíamos existir sino de otra manera, de otro ridículo modo que no tiene el menor sentido.

Ese traje que tal vez nos hicieron a medida en la infancia llega un momento que nos asfixia, nos encoge, nos destruye, nos mata, pero ¿cómo nos íbamos a atrever a tirarlo? ¿cómo íbamos a osar despreciarlo? Con el esfuerzo y el amor y el sacrificio y la ilusión y el empeño con que nos lo hicieron y pusieron y abotonaron. A medida.

A veces ayuda pensar que ese traje es mentira. No es más que un disfraz, una especie de muñeco hueco, un títere; puede llegar a ser una coraza, una armadura; puede volverse un ataúd.

Pero hay otras maneras. Lo que a veces ya no soportamos es seguir viviendo, y pensando, y haciendo, y relacionándonos así. Seguir así. Pero no hay un solo así. Hay tantos como el valor y el deseo de romper la inercia nos permitan. Y creo incluso esa angustia, esa tristeza, ese desgano y falta de deseo y de proyecto y de rumbo y de sentido se debe a que llegamos a creer que el así es inamovible, inalterable, indestructible, irrefutable. Y que si renovamos el así no será más que una trampa porque, aunque creamos que estamos cambiando, estaremos replicándolo hasta el infinito. Pero no. Hay otros así. Fuera del riel. Fuera del patrón. Fuera del guión. Fuera del traje. Fuera de la jaula. Hay otros así. Hay múltiples y están ahí, tan al alcance. Y son tan genuinos y posibles y palpitantes como eso que somos una vez que nos quitamos todos los así que venían escritos con la letra de otro y nos atrevemos por primera vez a escribirlo nosotros mismos.