A través de la historia podemos rastrear una búsqueda incesante de la humanidad, algo que intenta acercarse al encuentro de un refugio de verdad.

La verdad en si es un concepto amplio y complejo que, contradiciendo a su búsqueda, sí ha cambiado. Ha mutado su significado, ha variado su distancia del hombre, se ha transformado de acuerdo a cada paradigma.

El tiempo ha sido testigo de la incansable lucha que la humanidad ha librado contra sí misma para configurarse un refugio seguro, para construir un ideal.

Si buscamos ejemplos concretos, podemos encontrarlos en la Grecia Clásica, en el Renacimiento, en la Modernidad, entre otros.

Aunque de maneras muy diferentes, estos paradigmas se han fundado en la creencia de un ser humano en posesión de un conjunto de certezas, con fe en sí mismo y en su capacidad racional de conducir a la sociedad hacia un lugar seguro. Fueron etapas de confianza en una verdad casi absoluta e irrefutable. En un ideal, en la utopía.

En el Renacimiento, la arquitectura lo expresó basando sus cánones de belleza en el concepto de la armonía proporcional. Su verdad, su valor, su validez estaban avaladas y sostenidas por la sintonía con las leyes divinas: el concinnitas, la regla en que Rafael Alberti definía como bello todo aquello de lo cual nada podía quitarse, cambiarse ni agregarse sin destruir la armonía del todo. Este concepto de belleza es ideal, invariable, incuestionable. Belleza para la eternidad.

En la Modernidad también vemos surgir un individuo que cree que podrá resolver los problemas sociales surgidos después de la Primera Guerra Mundial a través de la razón. Existe una cierta contención. El riesgo es alto y acarrea un enorme afán de control y una inevitable ceguera que invita a tipificar a las personas y a cosificar las obras que emanan de esa ideología. Pero, al fin y al cabo, se cumple el cometido y se consigue la construcción de una verdad, con la consecuente materialización de un velo, de un ideal, que en el caso de la Modernidad se moldea con las herramientas que le ha prestado la Revolución Industrial, el motor de la urgente necesidad de una solución al tema social y económico, y la aportación de un nuevo lenguaje abstracto forjado por las vanguardias. Mondrian dirá: “el arte será tan solo un sustituto mientras la belleza de la vida siga siendo deficiente”.

Al instaurarse estos paradigmas es inevitable la formación de binomios o pares contrapuestos. Desde que la Modernidad se sintió dueña de afirmar sus cánones, se exacerbaron, por oposición, todas aquellas facetas que, al escapar a los preceptos y esquemas de la razón, quedaban marginadas, reprimidas, negadas. Se produjo entonces lo que emana habitualmente de las estructuras endógamas: la imagen del otro como el no aceptado porque no es portador de la verdad del discurso vigente.

El riesgo subyacente en los paradigmas idealistas es su lado sordo, exclusionista, que deriva, la mayoría de las veces, en un reduccionismo y una simplificación muy burda de la realidad.

Aunque las propuestas de la Modernidad tuvieran verdaderamente una finalidad de solidaridad, conciencia y justicia social e igualdad, de renovación ideológica de unos cánones anacrónicos cargados de un clasicismo que ya había agotado su repertorio; si creemos en ellas y olvidamos por un momento el objetivo subyacente de su alianza funcionalista, racionalista, capitalista, efectiva y rentable que encajaba a la perfección con las demandas del mercado, desde el momento en que fue instaurada y por su propia estructura, se volvió tan canónica y dogmática como su predecesora.

Pero, así como surge la etapa de la búsqueda de la verdad y su instauración, también sobreviene siempre el momento de la rasgadura del velo. Es generalmente violenta, porque en esa ceguera sostenida ansiosamente, el sistema ha elegido no ver las amenazas, el peligro latente de esa otra realidad negada por no entrar dentro del canon, y donde reside la semilla que le hará morir.

Así como en el Renacimiento el corrimiento del hombre del centro del universo con la teoría copernicana derrumbó toda la utopía de un golpe y desgarró el velo dando lugar al manierismo, donde se libera la expresión de la angustia de aquel que se ha enfrentado a una realidad que no quisiera haber visto; para la Modernidad, la Segunda Guerra Mundial ha sido la encargada de destruir el ideario.

En esta situación, lo que instantáneamente sucede es que, junto con el desvelamiento, se libera todo aquello que el paradigma anterior había oprimido por oponerse al dogma.

Así, todas las corrientes que surgen posteriormente, las llamadas de la Posmodernidad, harán uso de todo aquello que la Modernidad había tachado, prohibido y negado en su reduccionismo.

Lo interesante es pensar que estas posturas en plena crisis todavía no se salen del binomio. Lo que hacen es polarizarse, se pasan del bien al mal, con la fuerza liberadora y rebelde de destapar y dejar fluir todo lo que no estaba permitido.

Ni siquiera se los puede nombrar sin su predecesor, son los Pos-modernos. Dentro de su nombre necesitan de la modernidad, de la que no pueden escindirse. Ella misma los define.

La manera de rebelarse es generalmente a través de la ironía, algo comprensible si pensamos en cómo la psicología explica el humor como una respuesta involuntaria ante una situación no resuelta. Resulta más fácil asistir a la caída estrepitosa de los valores y la muerte de los ideales, a través de la ironía. August Heckscher dice: “El racionalismo nació entre la simplicidad y el orden, pero resulta inadecuado en cualquier periodo de agitación. Entonces el equilibrio debe crearse en lo opuesto. La paz interior entre las contradicciones e incertidumbres. Un espíritu de ironía permite al hombre entender que nada es tal como parece y que causas invariables comportan resultados inesperados. Una sensibilidad paradójica permite que aparezcan unidas cosas aparentemente difíciles y que su incongruencia sugiera una cierta verdad. El paso de una visión de la vida esencialmente simple y ordenada a una visión compleja e irónica es lo que cada individuo experimenta al llegar a la madurez.” Esta cita refleja tanto la justificación de una postura irónica ante la realidad, como el corrimiento de un polo a su opuesto dentro del binomio de valores, sin poder salirse de la estructura.

A partir de la crisis del paradigma de la modernidad, surge la necesidad de erigir nuevas teorías que atraviesen ese aire amargo cargado de frustración, y donde se pueda respirar cierta libertad. Ante esta situación, hay quienes necesitan reconstruir, aunque sea un resto de refugio. Remendar el velo, robar un poco de la antigua verdad en busca de evasión, o pararse manifiestamente en las antípodas, ahora menos amenazantes.

El primer camino lleva directamente al kitsch que, aunque pueda superficialmente juzgarse como algo innoble y mediocre, como una triste y burda imitación de alguna cosa que desea pero no puede ser, podríamos leerlo conceptualmente como una opción válida, compleja y tan auténtica como cualquier otra decisión estética. Según la definición de Milan Kundera en “La insoportable levedad del ser”, el kitsch cumpliría la función de eliminar de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable. En lugar de esforzarse por expresar una identidad íntima, propia e irrepetible se elimina en la repetición del otro, con quien quisiera identificarse, ya que su identidad le resulta insoportablemente inferior y anhela, robando una verdad ajena, lograr un cierto grado de respeto y admiración.

Lo mismo ocurre con los múltiples manierismos que, no casualmente, han surgido con posterioridad a paradigmas racionales en decadencia, como el Renacimiento.

Robert Venturi es un caso interesante para estudiar la actitud posmoderna, como un exponente de los que se paran en la vereda de enfrente y expresan su crítica hacia la modernidad a través de la ironía. Él mismo será quien observe a su alrededor a aquellos que, urgentemente necesitados de una identidad, recurren al fácil escondite detrás del “pato muerto”. También va a manejarse dentro de dualidades: lo feo y ordinario como antítesis de lo heroico y original. Su obra “Complejidad y contradicción” es un manifiesto contra la homogénea claridad que profesaba la modernidad.

Acercándonos a la contemporaneidad lo que ocurre, como rasgo evolutivo, es que algunos arquitectos han tenido la capacidad de pararse fuera de los pares opuestos y generar una fecunda contextualización. Se ha podido tomar el binomio como bagaje y no ya como un fondo de verdades instauradas desde focos antagónicos. Así, algunos arquitectos contemporáneos supieron tomar referencias de todos los periodos, nutriéndose de la historia como un valioso inventario del que aprender.

Rem Koolhaas, por ejemplo, deja traslucir en su discurso que no busca afirmarse en ninguna postura, sino que pretende enfocarse en la experiencia, en el proceso. No instaurar ya ninguna verdad. Podemos ver en él la influencia de las ideas modernas por un lado, y las posmodernas de Venturi por otro, dejando entrever una capacidad inclusiva y no reductiva en cuanto a los referentes que toma, como sí sucedió con algunas posturas más cerradas e idealistas, como la de Richard Meier.

Como continuidad de las ideas de Venturi, vemos desarrollarse caminos divergentes. Partiendo del vacío simbólico que la modernidad había dejado en su escueto repertorio, se pasó a una recuperación del simbolismo como recurso cargado de significado y generador de un nexo entre la arquitectura y lo colectivo que la modernidad había perdido. Comenzando el nuevo siglo, el mundo mediático ha llegado a vociferar tan alto que la arquitectura, en su compleja multiplicidad de lenguajes, se ha expresado multifacética, desde el borde de la abstracción antifuncionalista comenzada por Eisenman, hasta el desconstructivismo formalista que intenta quizás gritar más fuerte que la realidad circundante; pasando por una arquitectura-contenedor, que cumple en silencio la función de dejarse atravesar por los flujos irrefrenables de información.

Entre las múltiples tendencias actuales podemos vislumbrar, animándonos a entrar en el campo de las hipótesis, un riesgoso intento de instaurar un nuevo orden: el caos como fundador de una nueva verdad.

Cuando Rem Koolhaas habla del caos lo define como algo superior e inevitable, dice:”los arquitectos solo estamos destinados a una cosa respecto del caos: intentar evitarlo, y fallar.” De esta manera lo coloca en un lugar muy similar al del ideal platónico, de una verdad a priori, de un orden superior. Más aún si enfrentamos el caos según la visión de José Saramago en “El hombre duplicado”: “el caos es un orden aún por descubrir.”

La misma tendencia desemboca en la ciencia del caos, como si su irracionalidad, la que se nos escurre inexplicable entre los dedos, no fuera sino parte de una matriz que no podemos comprender impedidos por nuestra limitada percepción y su inconmensurable magnitud.

¿Estaremos en el umbral de la búsqueda de una nueva verdad? ¿Necesitamos, agotados de tanto angustioso replanteo dentro de una realidad caótica e impredecible, construir un nuevo velo? ¿Un nuevo refugio?

Nietzsche, en el Nacimiento de la tragedia, dice “Aquí, en este peligro supremo de la voluntad, aproxímase a él el arte, como un mago que salva y que cura: únicamente él es capaz de retorcer esos pensamientos de náusea sobre lo espantoso o absurdo de la existencia convirtiéndolos en representaciones con las que se puede vivir: esas representaciones son lo sublime, sometimiento artístico de lo espantoso; y lo cómico, descarga artística de la náusea de lo absurdo.”