¿Por qué tenemos tanto miedo a la adolescencia? ¿Qué solemos asociar con esta etapa que nos genera rechazo o preocupación? Convivimos con un estereotipo de adolescente que hemos construido en nuestro imaginario y con el que no es fácil relacionarse. Esperamos enfrentarnos con una persona rebelde, esquiva, poco comunicativa, malhumorada, desordenada, que evita las responsabilidades y colecciona suspensos y calcetines debajo de la cama.

Tal vez tengamos un problema de enfoque y, en vez de creer que la adolescencia es una especie de enfermedad pasajera que tiene unos síntomas muy típicos, deberíamos preguntarnos qué lleva a una persona a comportarse de esa manera. Porque la adolescencia es un momento de la vida como cualquier otro y las etiquetas siempre nos juegan malas pasadas. Y en este sentido no deberíamos perder nunca de vista que lo que tenemos delante no es un adolescente sino un ser humano, sufriente y anhelante como cualquier otro.

No vamos a desestimar los cambios físicos, hormonales, emocionales y psicológicos que tienen lugar en un rango determinado de edades, pero quizás abordar el tema con más naturalidad y sin generalizaciones ni prejuicios sea parte de la solución, si es que hace falta alguna.

Creo que si recordamos nuestra propia adolescencia o intentamos ponernos en la piel de un adolescente en este mismo momento, lo que tendremos delante es una carga de responsabilidad que excede la que existía previamente. Mientras éramos niños teníamos permiso o excusa para no hacer o no afrontar determinadas cosas, apenas tomábamos decisiones de peso y había una manera siempre a mano de conseguir atención o indulgencia. Pero entrando en esta etapa hay unas expectativas nuevas desde nuestro entorno que se suman a las internas. Esa vida adulta que se anhela y parece vendrá cargada de libertades y exenta de prohibiciones, resulta que una vez se acerca en el horizonte empieza a mostrar una cara no tan amable y deseada que es la de la responsabilidad. Y hay una sensación de que ha habido algún malentendido porque no podía ser que eso que parecía a lo lejos tan atractivo ahora que se volvía más cercano y palpable viniera con este revés. Salir de la niñez y transformarse en adulto no solamente nos permitirá conducir, beber alcohol (y Red Bull), volver a la hora que sea y tomar nuestras propias decisiones. Salir de la niñez y transformarse en adulto no será solo ganar libertades, sino que nos enfrentará a otros deberes, obligaciones y límites que ya no los aplican los padres y la familia, pero sí la sociedad, el sistema y cada ámbito en el que tengamos que interactuar. Y en este sentido creo que existe una paradoja y una contradicción frustrante en la mente del adolescente y es la lucha interna por el deseo de quedarse con las ventajas de ambas etapas, pero librándose como sea de los inconvenientes. Y la constatación de que eso no es posible de realizar lleva a sentirse de alguna manera enojado y estafado por la vida.

La madurez, un sentido más amplio de la realidad, la complejidad en el pensamiento y la necesidad de encontrar un sentido y un camino en un territorio más palpable y concreto y no ya extraído de la fantasía o el juego, puede por momentos ser abrumador. El pequeño mundo en el que se mueve el niño se expande enormemente y exige hacer elecciones y tomar decisiones que pueden parecer demasiado determinantes como para cometer un error.

Si a este panorama, ya lo suficientemente complejo, le sumamos las altas capacidades, una mayor sensibilidad, complejidad y autoexigencia, pueden hacerlo más difícil todavía. Los adolescentes de altas capacidades tienen un mayor riesgo de fracaso escolar, de depresión, de sufrir acoso, de padecer estrés y ansiedad, y de construir una identidad falsa para protegerse y sobrevivir, con el elevado coste emocional y psicológico que eso supone.

Intentando huir de etiquetas y estereotipos, porque no hay dos personas iguales ni hay una forma estándar de construir una coraza protectora, se suele hablar de dos tipos de mecanismos de protección en los adolescentes con altas capacidades. Y más que ver a cuál se acercan o si usan una mezcla de ambas máscaras, lo importante es detectar las señales y preguntarse qué está pasando y cómo podemos ayudar. Porque sean cuales sean los disfraces o los signos, muy probablemente dentro nos encontremos con un adolescente asustado, incomprendido, triste, que no confía en nadie y no se acepta a sí mismo.

Esos mecanismos que se suelen observar frecuentemente pueden ser, a grandes rasgos, la rebeldía o la timidez. Los que solían ser niños alegres, simpáticos, sociables, activos, entusiastas y participativos, pueden volverse callados, esquivos, serios, apáticos, y abarcar conductas desde desafiantes o agresivas, hasta extremadamente pasivas y desinteresadas, solitarias e introvertidas.

El primer paso para afrontar esta nueva realidad y los miedos asociados, para padres y familias que temen no estar haciéndolo bien, que fluctúan entre endurecer los límites y dudar si están generando más distancia y rechazo, que se frustran por ver delante a esos hijos que aman y que saben lo que son capaces de ser, y verlos día tras día perder el eje y volverse oscuros y apáticos, es recordar que también fuimos adolescentes, quitarles el estigma y tratarlos, ante todo, como personas a las que amamos y respetamos; no olvidarnos jamás de que son nuestros hijos y que gran parte de lo que les pasa no tiene que ver con nosotros sino con su propio proceso de maduración que no podemos cambiar ni gestionar, pero sí acompañar. Que muchas veces es preferible escuchar más y aconsejar menos. Y, sobre todo, no debemos olvidar que cuanto más se enojan, cuanto más nos ignoran, cuanto más se aíslan y cuánto más rebeldes parecen, es cuando más nos necesitan.