Empezó el año 2019. Y me cuesta escribir 2019. El 9 se me atraganta un poco. La verdad es que todos los años me pasa un poco igual. Me cuesta cambiar la unidad. Así, de un día para el otro. Empiezo a pensar en los calendarios. Se me despierta una infinita curiosidad por los calendarios. Advierto que antes de emigrar me venía más frecuentemente a la cabeza la palabra almanaque; no calendario. Busco la etimología. Me respondo una absurda pero convincente explicación. Almanaque tiene una raíz árabe: “almanáẖ”, que es calendario, y esta deriva del árabe clásico: “munāẖ”, que tiene que ver con las caravanas, porque los pueblos semíticos comparaban las estrellas con las posiciones de los camellos en ruta. No soy ninguna erudita. Esto viene en el diccionario online de la RAE. Y calendario viene del latín: “calendarium”; entonces no me parece para nada disparatado que en Argentina usáramos almanaques y acá calendarios, dado que el español que llegó a América era mucho más andaluz que el español que evolucionó acá y es mucho más latino. Y siguiendo con la curiosidad calendárica y mezclándola con mis propios recuerdos descubro el calendario egipcio y sus doce meses de treinta días, y sus meses divididos en tres periodos de diez días, y sus años divididos en tres estaciones de cuatro meses según las crecidas del Nilo y las actividades agrícolas: inundación, siembra y recolección. Y así el año egipcio tenía tres periodos de cuatro meses que se llamaban -traducidos al castellano- primer y segundo y tercer y cuarto mes de inundación, siembra y recolección. Y así se acababa el año solar y agrícola y sobraban cinco días que no sabían bien cómo adjuntar para completar el ciclo y que llamaron días epagómenos, que, ni más ni menos, fueron los días del nacimiento de los dioses. Osiris, Horus, Seth, Isis y Neftis renacían en esos últimos cinco días del año. Y me pareció muy fuerte que, de pronto, hicieran también resucitar a Jesucristo en la mitología cristiana el día 25 de diciembre ¿no?

Y me quedé con ganas de analizar más profundamente los demás calendarios del mundo antiguo, pero no llegué a precisar demasiado, y aunque el azteca me atrajo infinitamente, y una de las vertientes arqueológicas, además de analizar que los meses duraban veinte días y los años dieciocho meses y había ciclos -una especie de siglos- de cincuenta y dos años, interpreta que esa Piedra del Sol -más comúnmente conocida como calendario azteca- que mide 3.60 metros de diámetro, podría haber sido una plataforma de combate. Y deseé por un momento presenciar uno de esos combates. Combates contra el tiempo. Combates contra la muerte. Combates para que saliera el sol, para que hubiera lluvias, para que los machos pudieran cazar y las hembras parir. Para que la tierra fuera fértil y los alimentara a todos un día más, un mes más, un año más, un ciclo más. Porque la vida es un campo de batalla.

Pero me desvié del tema y empecé a recordar los calendarios y los relojes y los almanaques de mi infancia. Los testigos del tiempo y de los ciclos y de los días. Y recordé que mamá compraba todos los diciembres un almanaque de tela en la mercería. Un almanaque de tela con dos barras de madera. Un almanaque de tela de colgar. Y lo colgaba el día uno de enero en el mismo rincón del comedor. Siempre el mismo almanaque, pero siempre otro. El de ese año. Con sus lunes y sus jueves y sus domingos cada uno en su lugar. Los bordes verdes y unos festones curvilíneos rojos y dorados y un reloj cucú que separaba los dos primeros de los dos últimos números del año con su cresta dorada y florida. 19, cresta dorada y florida, 84. Ese cucú siempre me molestó un poco porque las horas estaban en números romanos y el cuatro eran cuatro palitos. Y yo odiaba que tuviera ese error. Porque el cuatro en números romanos no se escribe así. Y nunca entendí, año tras año, cómo podían volver a imprimirlo igual. Cómo, con toda la gente que seguramente intervenía en el proceso de diseño, logística y estampación, no había nadie que pusiera el grito en el cielo e impidiera continuar con semejante error. En fin. Creo que, a día de hoy, siguen imprimiendo los mismos cuatro palitos.

También había otro calendario en casa, en el primer estante de la biblioteca. Era un calendario perpetuo, de madera, que traía dos cubos con los números en dorado para los días y unas tablitas con los nombres de los meses. Así que doce veces al año uno cambiaba el mes, y cada día, parte del rito matinal, era girar los cubitos para que hoy fuera hoy y no ayer, ni mañana. Había algo místico y necesario en eso. Para mí, debo confesar, era un honor descubrir que nadie había cambiado todavía el número y poder hacerlo yo misma. Sentía una especie de superpoder al transformar, nombrar, hacer de algún modo, en mi ingenua mente de niña, que ese día existiera. Fijarlo. Nombrarlo. Iniciarlo.

Este año se me presenta inédito. No sé si por supervivencia, por necesidad -o por mis dormidas pero conscientes y latentes dotes adivinatorias- pero me da la impresión de que será un año que recordaré. Un año como un hito y un comienzo de un ciclo más largo que 12 meses. Aunque cada día es el principio del resto de la vida y subscribo plenamente a la idea de que el día 1 de enero no tiene nada de especial ni diferente al 13 de marzo o el 29 de abril, tengo la sensación de que está ocurriendo una renovación que excede los meses y los días y los soles y las lunas y los calendarios y los almanaques.

Pero el problema es que se me atraganta el número 9. No sé por qué. No me pasó ni en 2009 ni en 1999. También pienso que no es más que un 6 al revés. Y tampoco me pasó en 2006, ni en 2016. Pero después de 2018, que venga el 2019… me cuesta. Y empiezo a preguntarme si habrá alguien que haya escrito ya un artículo sobre las 10 mejores tipografías para escribir 2019 dignamente. Bellamente. Sin esa bolita espantosa y ridícula que viene en todas las Serif. Pero a la vez sin caer en esa especie de cursi cursiva, o con ese toque infantil de caligrafía hecha a mano que de tan informal se vuelve triste y fingida. Hasta empecé a inspeccionar en la Aerial Bold -que no es la Arial Bold- sino una tipografía hecha con fotos satelitales. Todas las A y las V y los 4 y los 9 encontrados buscando a lo tonto en Google Maps. Pero tampoco me convencieron demasiado. Solo me llevaron a pensar en el tiempo que tiene la gente y la envidia que me dan de que se permiten ponerse a hacer pan y zoom por el globo y las ciudades y los campos y las costas y las megalópolis y las carreteras del mundo buscando letras y números. Divertido. Pero no aliviaron mi desprecio e incomodidad con el número 9. Y después Pinterest. Y después un artículo muy chulo con 55 creativos y únicos y maravillosos y originales diseños de calendarios que tampoco eran para tanto, pero sí que me hicieron sorprender y hasta me impidieron cerrar el navegador porque quería volver a mirarlos detenidamente. Sobretodo uno que para nombrar los meses había inventado frases divertidas y en lugar de January, por ejemplo, ponía: ninJA buNnies rUn neARbY. Y no sé si se entiende, pero creo que sí, y January aparecía en color y el resto de la frase en negro. Y me dieron unas tremendas ganas de inventarme frases donde meter los nombres de los meses en castellano y empecé con entusiasmo por Enero y Febrero: estE No es El primeRO, aunque FuE Bueno cREéRselO. Pero me cansé.

Y de repente, agotada un poco ya de mi absurdo rechazo e incomprensible enemistad con el número 9, me puse a observarlo y tuve una especie de iluminación o epifanía, muy en concordancia con el día de hoy, pero sin ninguna connotación festiva ni católica, ni monárquica ni mágica ni eclesiástica sino como una simple, llana, atea, pagana y republicana revelación. El 8 me dejaba atrapada. No importaba dónde ni cómo lo enfrentara, no había manera de escapar a la espiral, al bucle, a la repetición. Al eterno retorno. A volver sobre mis pasos y repetir patrones y, casi sin darme cuenta, pasar una vez y otra vez por el mismo lugar, en una cinta de Moebius sin fin. Y me reconcilié con el 9. Porque me di cuenta de que, aunque pueda quedarme atrapada en el círculo, existe una salida, una vía. El 9 dibuja un camino alternativo. Que se abre, se desprende. En un momento dado, se bifurca. Así que me deseo -y les deseo, si quieren y pueden y se atreven- aunque nos haga falta dar todavía algunas vueltas en círculo antes de tomar coraje y salir despedidos fuera del bucle, que seamos capaces de transitar la vía alternativa. Deseo que juntemos valor, que rompamos toda inercia y nos atrevamos a explorar ese camino nuevo y por fin descubrir adónde nos lleva.